
Bajo la sombra de un Baobab palidecía un hombre que no decía “estoy triste”. Estaba sentado junto al fuego, masticando despacio un trozo de carne. Hablaba de la caminata de esa mañana, del calor que le golpeaba la frente, de la barriga vacía antes de cazar, del momento en que vio a su amigo y rieron.
Eso era todo. Ninguna etiqueta emocional. Y sin embargo, para quien escucha, la escena está cargada de afecto.
A unos 8.000 kilómetros de ahí, en una consulta en Madrid, una mujer de treinta años empieza su historia con otra frase: Me siento ansiosa. No habla del calor ni de la caminata. Va directo a la emoción, la pone en una palabra y espera que el otro reconozca, entienda, ofrezca una interpretación y solución al malestar.
En las dos escenas hay malestar y hay vínculo, pero los idiomas para contarlo son radicalmente distintos.
Malestares que no se nombran, pero que todo el mundo entiende
En cualquier sala de urgencias del mundo, hay personas esperando sin fiebre ni fractura, pero con algo en el cuerpo que aprieta, pica o empuja. Dicen que no saben lo que tienen. Dicen que han ido al médico, pero los análisis salen bien.
Y entonces añaden:
—Es como si algo me subiera por dentro.
—Como si no pudiera parar de pensar.
—Como si me fuera a morir, pero sin morirme.
No están mintiendo. No están confundidos. Están hablando en su idioma emocional.
Antropológos como Mark Nichter lo llamaron idioms of distress: maneras culturales de expresar malestar sin recurrir a un lenguaje clínico. En Puerto Rico, es común hablar de ataques de nervios; en Sudáfrica, de pensar demasiado; en otros lugares, de dolores “que caminan” por el cuerpo.
Cada cultura tiene sus expresiones, sus gramáticas emocionales, sus formas de pedir ayuda. A veces, no decir “estoy triste” es la única forma de ser escuchado.
Kirmayer y el cuerpo como escenario de la psique.
El psiquiatra Laurence Kirmayer sugiere que, cuando no encontramos palabras para lo que nos pasa, el cuerpo habla por nosotros. Pero no lo hace porque el cuerpo sea más “primitivo”, ni porque estemos “bloqueados emocionalmente”. Lo hace porque hemos aprendido que así se habla del sufrimiento.
En su trabajo clínico con migrantes y comunidades indígenas, Kirmayer observó que muchos pacientes no decían “estoy deprimido”, sino “no tengo fuerza”, “me duele todo”, “no me entra la comida”. Si el entorno valida esos signos como legítimos, entonces funcionan: movilizan cuidados, evitan estigmas, conectan con significados familiares.
Tal vez, en lugar de traducir esos síntomas a categorías occidentales, habría que traducir la clínica a sus lenguajes.
Csordas y el modo en que aprendemos a sentir el cuerpo
¿Cómo aprendemos a sentir el cuerpo? ¿Qué notamos y qué ignoramos?Thomas Csordas, otro antropólogo, propuso una idea que parece simple pero es radical: cada cultura tiene un modo somático de atención.
Es decir, aprendemos a “mirar” y a prestar atención al cuerpo de formas diferentes. En la cultura occidental moderna, se nos enseña a escanear el interior en busca de emociones. A nombrarlas, a etiquetarlas, a ponerlas en escalas del 1 al 10. Como en las escuelas actualmente.
Pero en otras culturas, la atención está puesta en lo que el cuerpo hace, no en lo que “siente”. Caminar rápido. Comer poco. Tener la piel caliente. Moverse con lentitud. Eso es lo que da pistas sobre cómo está alguien.
El cuerpo, más que contenedor de emociones, es narrador de escenas.
Los Hadza y las emociones sin nombre
Es aquí donde entra el estudio con los Hadza. Investigadores entrevistaron a este grupo de cazadores-recolectores del norte de Tanzania y les pidieron que contaran experiencias emocionales.
Pero lo que recogieron no fueron confesiones íntimas ni listas de sentimientos. Fueron relatos de momentos: caminatas largas bajo el sol, cacerías fallidas, risas inesperadas, hambre compartida, cuerpos mojados por la lluvia.
Donde un occidental diría “estaba eufórico”, ellos cuentan que alguien se cayó del árbol y todos rieron. Donde nosotros decimos “me sentí solo”, ellos cuentan que caminaron durante horas sin encontrar a nadie. La emoción está en la escena, no en el sujeto. No se introspecciona: se cuenta.
Y eso tiene sentido si pensamos que en culturas con modelos del yo más interdependientes, como propone Hazel Markus, la emoción no se entiende como algo interno que uno posee, sino como algo que surge en la interacción con el mundo. Ahora bien, lejos del discurso académico, entiendo que no pocos psicólogos que me lean, y otras personas, entienden esta forma de narrar y comunicar malestar, como en una película, donde el otro nos interpela para ayudarlo a entender lo que le pasa.
Kleinman y la cultura como molde de la subjetividad
Arthur Kleinman, psiquiatra y antropólogo, fue uno de los primeros en decirlo con claridad:
“El sufrimiento no ocurre en un vacío biológico. Ocurre en una vida que tiene historia, relaciones, símbolos, lenguaje.”
Lo mismo podríamos decir de las emociones. No hay emoción pura. No hay tristeza “universal”. Hay formas culturales de organizar la experiencia. Kleinman hablaba de illness narratives, relatos de enfermedad que explican cómo alguien vive y da sentido a su dolor.
Podríamos hablar, con él, de emotion narratives: formas narrativas de sentir, que aprenden a existir dentro de los límites que ofrece una cultura.Una emoción es también una historia que te han enseñado a contarte sobre lo que sientes.
Psicología y sus propios idiomas emocionales
Y sí: en la consulta también hablamos idiomas emocionales. Aunque no siempre lo sepamos. Podemos decir que el lenguaje de la psicología en sí mismo es una propuesta cultural de las emociones. Así tenemos:
- En terapia psicodinámica, exploramos símbolos, deseos inconscientes, memorias reprimidas. Hablamos un idioma intrapsíquico.
- En CBT o DBT, ponemos nombre a pensamientos automáticos, entrenamos habilidades. Hablamos un idioma lógico y conductual, pragmático. Es una tradición anglosajona.
- En mentalización, tratamos de traducir acciones en intenciones: “¿qué sintió él al hacer eso?”. Hablamos un idioma reflexivo.
- En enfoques experienciales, escuchamos el cuerpo, esperamos la palabra justa que emerja del felt sense. Hablamos un idioma sensorial.
- En psicología cultural, como la de Bruner o Kirmayer, tratamos de identificar el idioma emocional del paciente, no imponer el nuestro.
Todos esos idiomas pueden ser útiles. El problema es cuando olvidamos que son solo eso: idiomas, no la verdad.
¿Dónde viven tus emociones?
Tal vez nuestras emociones no vivan en el centro del pecho.Tal vez no estén en la cabeza ni en el intestino. Tal vez estén en las historias que aprendimos a contar sobre nosotros.
En los gestos de los demás. En el clima de una tarde. En una frase heredada de la abuela. En el silencio con el que alguien nos miró mientras hablábamos.Y si eso es cierto, entonces el trabajo clínico, educativo o personal no es solo identificar emociones, sino aprender a escuchar en qué idioma se están diciendo.

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