
1. El cuarto cerrado
Hay casas donde el aire permanece como suspendido. Donde si uno se va, las fotos del altar familiar, en las que uno aparece disfrazado de comunión con madre padre y vela, giran la cabeza. Donde las madres aman tanto que uno no puede respirar sin pedir permiso.
A veces uno llega a terapia con la misma cara que pone al volver a casa de su madre. Esa mezcla de lealtad y asfixia. De cariño envuelto en celofán. Así llegó Mauro, con voz baja y hombros grandes. Tenía 34 años y la sensación de haber vivido la vida de otro.
—No sé quién soy —dijo—. Pero si sé si dejo de ser lo que ella espera, se va a romper.
Mauro no hablaba de una relación de maltrato. No había gritos ni golpes. Había algo más difícil de señalar: una madre buena, dulcísima, que le llamaba cada mañana para saber si había desayunado. Que le decía que nadie lo entendería como ella. Que lo esperaba siempre con la cena caliente, aunque él ya no viviera allí.
Cuando Mauro quiso mudarse a otra ciudad, le dio fiebre. Cuando se enamoró de una mujer que no era como “las de casa”, perdió el apetito. Cuando fue a la entrevista de un trabajo que le ilusionaba, llegó tarde sin saber por qué.
Una vez trajo un libro de Anne Carson, y leyó en voz alta:
“My mother has a way of closing up,
as if a door or a drawer shut quietly.”
(Mi madre tiene una manera de cerrarse,
como si una puerta o un cajón se cerraran en silencio.)
— Anne Carson, Autobiography of Red
—Yo también siento eso —dijo Mauro—. Que si hago algo que no espera, ella se cierra por dentro. Y no me deja entrar.
—Pareciera que la cerradura desde afuera fuera vista siempre desde afuera, me pregunte con él.
2. Lo que se entierra, lo que se idealiza
En muchos vínculos fundantes hay una trampa sutil: el hijo se convierte en el guardián de la madre. Si ella sufrió mucho, si fue dejada o herida, el niño aprende a cuidar su tristeza como si fuera sagrada. No puede irse sin culpa. No puede enojarse sin romper algo. Así, para no perderla, el niño hace dos cosas al mismo tiempo:
Una. Reconstruye a su madre desde la fantasía. La vuelve perfecta, buena, incansable. Silencia sus fallos, su miedo, su manera de asfixiar. En lugar de verla, la repara. Si fue demandante, eso era cuidado. Si invadía, eso era amor. Uno aprende a vivir con esa versión ideal, aunque le quede apretada como un traje ajeno. Es una forma de decir: “si yo soy el hijo perfecto, ella será por fin la madre buena”.
Dos. Entierra lo que dolió. Lo guarda en una caja sin nombre. Se borra el enfado, la tristeza, la soledad. Porque reconocer que mamá también falló —aunque haya amado— duele. Es más fácil pensar que uno se equivocó. Que fue demasiado sensible. Que exagera. Así se evita el conflicto: con uno mismo y con el pasado.
Como escribió Louise Glück en “Parodos”, evocando la infancia y la figura materna:
“I grew up in a house where the mother’s voice was not heard.
I do not mean it was not powerful.
I mean it was not heard.”
(Crecí en una casa donde la voz de la madre no era oída.
No quiero decir que no fuera poderosa.
Quiero decir que no se oía.)
El silencio de lo que no se nombra. La fuerza muda de las cosas que no se dicen pero se obedecen. Mauro se había hecho experto en escuchar sin hablar.
Ambas defensas —la idealización reparadora y el olvido selectivo— son formas de controlar un miedo más hondo: el miedo de haber hecho daño si uno se va… o de haber sido dañados si uno se queda.
3. La terapia como mudanza
Volviendo a Mauro: no quería hablar mal de su madre. Tampoco se trataba de eso. No hacía falta ponerle etiquetas. Solo hacía falta preguntarse:
—¿Hay alguna parte de mí no he podido habitar por quedarme con ella?
En una sesión trajo un sueño: entraba a su antigua habitación, pero la encontraba tapiada, como si la hubieran cerrado para siempre. Había un olor a humedad, a ropa guardada demasiado tiempo.
—Creo que me quedé ahí dentro —dijo.
La terapia fue poco a poco abriendo esa puerta, como para deshacer la confusión. Para distinguir entre el cariño y la fusión. Para entender qué era esa idea del amor que exige que uno desaparezca.
Esa misma semana, compartimos unos versos de Carson que parecían escritos para él:
“A wound gives off its own light.
Surgeons say it glows in the dark.”
(Una herida emite su propia luz.
Los cirujanos dicen que brilla en la oscuridad.)
— Anne Carson, La belleza del marido.
—Quizá la habitación cerrada —dijo Mauro— brilla más de lo que parece ¿ Es falta de valor lo que me impide entrar?
Mauro no se fue corriendo. Pero un día dejó el móvil en silencio. Otro día le dijo a su madre que no podía ir a comer. Luego, que se iba una temporada, sin saber aún adónde. Y lloró. Porque separarse duele, incluso cuando es necesario.
4. Epílogo: irse sin desaparecer
A veces nos quedamos «con mamá» para no sentir la culpa de irnos. O nos vamos tan lejos que ni la nombramos, para no recordar que alguna vez dolió.
Ambas cosas son formas de cuidar algo dentro: el miedo de haber hecho daño, el miedo de haber sido dañados. Pero quizá cuando uno puede ver a mamá tal como fue —con su amor y sus fallos— puede empezar a ser uno mismo, sin deberle la vida entera ni tener que enterrarla para vivir.
Como si, al fin, pudiera decirse:
“Whatever
returns from oblivion returns
to find a voice.”
(Todo lo que regresa del olvido regresa
para encontrar una voz.)
— Louise Glück, El Iris Salvaje

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