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I. La niebla del bosque
La niña avanzaba entre los árboles. La cesta en la mano, el sendero de tierra pálida, las ramas susurrantes. Todo estaba ahí, como en los sueños donde no ocurre nada pero el aire es como si se volviera denso.
Detrás de cada tronco o arbusto, algo podía acechar. El bosque es el primer lugar donde el miedo aprende a tener forma, es el primer espacio mítico, lugar de lo desconocido.
Y después —en ese instante en que el viento se calla— aparece el lobo.No ruge. No necesita hacerlo. Habla. Tiene la voz de los desconocidos que parecen amables. O de lo familiar, pero un tanto inquietante. Tiene los dientes cubiertos por la sonrisa. En el cuento, como en la vida, el miedo no siempre llega vestido de amenaza. A veces llega disfrazado de promesa. Y toda promesa se da en el futuro.
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II. El miedo a ser devorada
Cuando Marina vino por primera vez, no trajo una crisis. Trajo una niebla.
—No sé qué me pasa —decía—. Pero siento que siempre hay algo que puede salir mal. Como si alguien pudiera hacerme daño en cualquier momento.
Marina vivía rodeada de presencias posibles. El lobo no estaba allí, pero podía estar. Cada encuentro era un cruce de senderos: podía ser amable o devastador. No temía a nadie en concreto, sino al otro como posibilidad de herida. El miedo no era un evento. Era una atmósfera- como esa del ventilador y su sombra que aparece en las películas de detectives que duermen con tedio en su despacho hasta que llega la noticia.
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III. El lobo bajo la piel de la abuela
En algunas versiones antiguas del cuento, el lobo no la devora de inmediato. La convence. La desvía. La espera.
Hay un saber antiguo en esas narraciones. El miedo más profundo es aquel que no sabemos si debemos tener. El sendero que transita entre emociones tan distantes como el miedo y la intimidad puede compartan partes de un sendero común. Intimar y temer, decía un filólogo, comparten una misma raíz: timeo, temer.
El lobo se viste de la abuela, del conocido, del rostro cotidiano.
Melanie Klein habló de este miedo temprano: la angustia persecutoria. En los comienzos de la vida psíquica, el mundo se divide entre lo que protege y lo que persigue. A veces, no sabemos quién es quién. Las figuras se mezclan, y la confianza se vuelve ambigua.
IV. El encantador que devora
En algunos casos, «lo perverso» no se manifiesta como violencia directa, sino como una forma de seducción controladora. El lobo no desea a Caperucita como sujeto: la reduce a objeto de su necesidad. La envuelve en una relación que parece dialógica, pero que está hecha para anular su diferencia.
Joël Dor lo plantea así: lo perverso no busca destruir al otro, sino capturarlo en una escena donde todo está guionado. No hay verdadero encuentro, sino manipulación para negar la angustia de la pérdida o la diferencia.
En clínica, a veces aparece en relaciones donde uno de los dos establece reglas sutiles, encantadoras, pero inamovibles. Todo debe girar en torno a su mundo. Como el lobo, que ya tiene previsto el desenlace mucho antes de que Caperucita se acerque a la cama.
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V. La promesa ambigua y la caída de la idealización
¿Qué es una promesa para un niño? Una mirada sostenida. Una voz que dice: “volveré”. Un gesto que se repite. una rutina como aquella entre el zorro y el principito.
Marina contaba que de niña le prometían cosas que no se cumplían: que vendrían por ella, que estarían presentes, que no se irían. Las promesas no eran un lazo: eran un juego. Y así, aprendió que lo amable podía ser también traición.Que lo idealizado podía volverse amenaza.
Adam Phillips, en On Flirtation, sugiere que los encuentros más vivos son los que no se cierran del todo.
Flirtear no es mentir, sino sostener la ambigüedad del vínculo. Pero cuando esa ambigüedad no es jugada sino temida, surge el colapso. Lo que podría ser deseo se convierte en vigilancia.
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VI. El bosque como escenario interior
Para Marina, cada relación abría el bosque. La confianza era un riesgo que no se atrevía a correr. Prefería quedarse en el claro, sola, mirando los árboles de lejos. Donald Winnicott llamó a esta experiencia el miedo al derrumbe. Pero lo más paradójico, decía, es que ese derrumbe ya ha ocurrido. Lo que teme el paciente no es que el otro le falle: es volver a sentir la caída de cuando ya falló.
Cuando el cuidado temprano falla, el miedo no tiene objeto.Es el aire mismo. Es el suelo que ya no está. Es una caída suspendida en el tiempo. Ese es el bosque: el lugar interno donde se teme confiar porque se teme revivir el hundimiento.
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VII. La terapia como nuevo sendero
Caperucita quizá nunca olvide el bosque. Pero ahora sabe que no toda promesa es salvación. Aprendió que hay palabras que envuelven y otras que enredan. Que no todo lo amable es confiable, y que incluso la dulzura puede ocultar una dentadura bien afilada.
Con el tiempo, Marina no dejó de tener miedo. Pero su miedo empezó a mirar con más claridad. A distinguir entre quien invita a compartir el sendero y quien ofrece un camino ya trazado.
Entre el vínculo que sostiene la diferencia y el que quiere devorarla. No se trata de no temer. Ni de dejar de confiar. Sino de aprender a caminar con la escucha encendida, como quien no huye del bosque pero ya no se adentra con los ojos vendados. El bosque sigue siendo bosque. Pero la niña ya no es la misma. Y eso, a veces, es lo más parecido a la libertad.
Lecturas para quienes oyen crujir las ramas:
- Melanie Klein. Notas sobre algunos mecanismos esquizoides (1946).
- Donald Winnicott. El miedo al derrumbe (1974).
- Adam Phillips. On Flirtation (1994).

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