Tratado de funambulismo

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Pintura de Georges Seurat donde varias figuras esperan ante un circo, en un momento de silencio y suspensión antes del espectáculo.
Parade de cirque (1887–1888), Georges Seurat. El instante previo al espectáculo: espera, distancia y equilibrio.

HIMNO A DIONISOS

Los naipes de colores. El carnaval de Niza. El circo: los elefantes, el rugido de las panteras negras, las risas de los niños. Leopoldo María Panero

A veces, en las sesiones de psicoterapia, como en la vida, decimos “Esta es mi verdad.” Con firmeza. Pero, creo, que también con un miedo de fondo, bien oculto. A veces hay algo de impostura, de afirmación sobre la cuerda floja del abismo personal que abre ese miedo. Como si se necesitara que algo de la experiencia quedara a salvo, sin ser discutido, para no tener que tambalearse.

Todos necesitamos, en algún momento, que se nos reconozca lo vivido. Que alguien diga: sí, eso te pasó; eso tuvo que ser doloroso. Pero en terapia, las verdades personales no son un punto de llegada. Son el punto de partida. Solo podemos empezar por aquellas cosas que pueden abrirse a la curiosidad, a las lagunas de nuestra historia, a las posibilidades de uno todavía no realizadas, que decía Kundera. Y para que eso pase, uno tiene que dejar, al menos un poco, su verdad. Abrir esa vulnerabilidad donde las cosas puedan ser de otra manera que quizá no nos gusten del todo.


Cuando sentir se vuelve un hecho

Hay días en que lo que sentimos se impone como un paisaje cerrado:si me duele, entonces el otro quiso hacerme daño; si tengo miedo, algo malo va a pasar. La emoción se convierte en hecho, en certeza.

Jonathan Shedler dice que la madurez emocional es la capacidad de cuestionar nuestros propios pensamientos. No se trata de dudar de lo que sentimos, sino de recordar que sentir algo no lo convierte automáticamente en verdad.

A veces el dolor es tan intenso que la mente no consigue contenerlo; lo expulsa al mundo, como si dijera “no puedo con esto, que se haga real”. Bion pensaba que, cuando no podemos transformar una emoción en pensamiento, la vivimos como si ocurriera fuera de nosotros. “Lo que no puede pensarse es como si se conviertese en realidad.”

Y entonces todo lo que nos rodea parece confirmarlo: los gestos, los silencios, las miradas del otro. En ese punto, el trabajo terapéutico no busca desmentir la emoción, sino darle espacio, que respire. De hecho en esos momentos todos somos un poco impermeables a la refutación, a ideas contrarias. Creo que en esto autores como Fonagy al hablar de equivalencia psíquica, aciertan en lo que de silvestre tiene supuesto racionalismo de combate de ideas irracionales (confieso que al día procuro tener al menos 5 ideas irracionales para no caer en el dogmatismo tenebrista de la razón).

Así que no se trata de convencer a nadie de lo que equivocado que puede estar, sino de dejar que lo vivido respire. A veces basta con que alguien escuche y se escuche hablando delante de otro, sin tratar de arreglar nada ni que defender nada, para que la emoción empiece a moverse, a encontrar su forma.

De niños, todos creemos que el mundo existe porque lo deseamos. Esa ilusión no es un error, es una forma de sentirse vivos.  Esa ilusión nos protege hasta que el mundo demuestra que no. Lo importante, decía, es que ese descubrimiento no destruya nuestra capacidad de soñar.

Madurar, entonces, no es perder la ilusión, sino aprender a sostenerla sabiendo que no lo controla todo. El problema aparece cuando la desilusión llega sin sostén: cuando nadie nos ayuda a seguir creyendo que el mundo puede ser habitable, incluso si no se pliega a nuestro deseo.

Madurar, en ese sentido, no es perder la ilusión, sino aprender a sostenerla sin confundirla con el control. Y hay experiencias que antes de poder pensarse necesitan ser soñadas. Ogden hablaba de ellas con el poético nombre de experiencias no soñadas: fragmentos de vida que aún no tienen forma, que se repiten sin comprenderse, que buscan una transmutación amplia y onírica antes de pasar por los estrechos meandros de cierta concepción de la realidad.

A veces la terapia es eso: aprender a soñar juntos lo que antes no podía soñarse, para que el dolor deje de ser literal y empiece a tener sentido.


El valor de dudar sin perderse

Dudar no es una debilidad; es una forma de vida interior. Ahora bien, ¿cómo diferenciamos las dudas de las rumiaciones, el pensamiento del no pensar? Hay una duda que paraliza —esa que usamos para no sentir— y otra que abre la mente. Esa duda viva, curiosa, es la que permite que algo nuevo aparezca. Es la duda que se pregunta sin cerrarse en una única respuesta: ¿podría haber algo más detrás de esto?

Bion decía que el pensamiento nace de la capacidad de no entender, y es cierto: solo quien soporta el desconcierto puede descubrir algo. El pensamiento se despliega entre incertidumbres. De lo contrario es sentido común, refrán, cliché, experiencia encajonada. Y, sin embargo, todos necesitamos algo de eso segundo: pequeñas certidumbres, aunque sean un poco pobres, lugares donde la experiencia se abarata y se vuelve kitsch, donde el dolor de un amor no correspondido coincide, sin fricción, con el mensaje de un coach de TikTok que nos dice que hay que «aprender a soltar» como quien nombra unas lentejas, un viaje a Nueva York o una ensalada, como si todo perteneciera al mismo registro. Me encanta el extrañamiento como recurso literario, pero lo prefiero en poesía. Así cada vez que escucho una palabra cliché aguanto la respiración con la esperanza que después aparezca una rana, un componente anómalo, o alguna extraña coincidencia surrealista que devuelva algo imaginativo de lo vital de la persona.

En consulta, en cambio, a veces ocurre ese silencio —menos frecuente en nuestra época y poco vistoso para el ego— en el que todavía nadie sabe qué está pasando, pero existe la experiencia de que algo importante se está gestando. No es tanto lo que se dice lo que importa, sino el proceso mismo: poder reflejarlo, experimentar el poner palabras tentativas a lo que va apareciendo, suele calmar y ayudar a entender. A eso nos referimos cuando hablamos de reverie: una forma de estar con el otro sin prisa ni respuestas inmediatas que permite que la experiencia no sea empujada a una explicación rápida, que lo confuso no sea corregido ni banalizado, y que algo propio pueda empezar a tomar forma sin ser forzado.

En ese silencio compartido, la mente empieza a trabajar. La duda, entonces, no es pérdida, sino una forma de confianza.


Verdades que quieren ser escuchadas

Decir “mi verdad” no siempre es una defensa narcisista; a veces es un grito de existencia. Después de haber sido silenciado o ridiculizado, de haber sufrido los embates de la vida, decir “esta es mi verdad” puede significar: “no quiero sentirme borrado u obviado otra vez”. Por eso, validar no es discutir los hechos, sino reconocer el peso emocional de una historia.

El peligro está en quedarse encerrado ahí, en que la emoción se convierta en muro. El proceso terapéutico busca lo contrario: abrir esa emoción, transformarla en puente. A veces no hay que elegir entre verdad y mentira, sino entre cerrarse o abrirse al pensamiento. La validación sin reflexión se vuelve dogma; la reflexión sin validación, vacío. El punto de encuentro es la duda compartida, ese “no sé” que permite respirar con un otro, para que las palabras, el pensamiento, la experiencia y la voz vuelvan a brotar.


Vivir en la pregunta

Adam Phillips escribió que las preguntas nos salvan del fanatismo de las respuestas. Y quizá esa sea la esencia del trabajo terapéutico: aprender a vivir en la pregunta sin que el no saber nos asuste. A veces lo que enferma no es el dolor, sino la prisa por cerrarlo con una explicación. Nos apuramos a entender, a nombrar, a resolver. Pero la mente necesita su tiempo. La curiosidad —dice Phillips— es una forma de esperanza: el deseo de seguir mirando, aunque aún no veamos claro.

Christopher Bollas decía que pensar es una forma de relación erótica con lo desconocido. Y tal vez tenía razón: cuando uno se acerca a sí mismo con interés genuino, con deseo de comprender, aparece una ternura nueva. Pensar deja de ser una tarea fría y se convierte en una forma de cuidado: un modo de hacerle el amor a lo incierto, y de encontrar un lugar renovado en el mundo.

Aprender de la experiencia, quizá sea eso de dejar que la realidad nos toque sin huir enseguida hacia la teoría o el control. A veces eso ocurre en un simple silencio compartido: cuando alguien descubre que puede sentir sin derrumbarse, que puede no entender y seguir vivo. Ese momento, tan leve, marca el comienzo del pensamiento.Quizá la madurez emocional no tenga tanto que ver con saber, con una verdad inamovible, sino con poder quedarse un instante en la pregunta, sin cerrarla. Dejar que algo respire entre lo que sentimos y lo que todavía no sabemos decir.

Ahí, en esa distancia mínima y viva, como un pie descalzo tras otro, algo cambia. No porque hallemos la respuesta correcta, sino porque aceptamos no tener suelo firme. Escucharnos es caminar sobre la cuerda floja de lo que sentimos, sin cerrarlo ni huir. Y en ese riesgo contenido, vuelve a circular la vitalidad.

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