
Ya viene la noche.
Si tú vinieras a verme por los senderos del aire.
Ya viene la noche.
Me encontrarías llorando bajo los álamos grandes.
Federico García Lorca. Imágenes recientemente recuperadas, vestido jugando a ser la Luna.
Introducción. Juego sobre un texto de Winicott:
La amante no es una creación propia de su deseo, sino algo que irrumpe y trastoca su mundo mental…El amante es un peligro para su estabilidad, una amenaza para sus límites, su identidad y su cuerpo emocional…En mayor o menor medida, él siente que su historia pasada exige un amor, de modo que su nueva amante aparece para aplacar viejas carencias que no son del presente… Ella intenta herirlo sin querer, con silencios, con huidas, con ansias que muerden; todo ello en el marco del amor… Él puede ser despiadado, tratarla como si fuera prescindible, como una presencia sin derechos, como alguien que debe estar siempre disponible… Ella muestra desilusión hacia él cuando no colma sus fantasías; lo compara con una figura interna que nunca existió… Después de haber obtenido lo que desea —un gesto, un calor, un cuerpo— puede dejarla caer como quien tira la cáscara de un deseo ya usado… Ella puede volverse suspicaz, rechazar su cariño, dudar de sí misma, y aun así él parece alimentarse mejor en otros brazos o en otros mundos que no son el de ella…Él no debe mostrarse angustiado cuando la sostiene emocionalmente, pues teme que su ansiedad active viejos miedos de abandono en ella… Y si alguno de los dos falla al inicio, ambos sienten que la relación puede cobrarse la deuda para siempre, porque lo que se juega no es sólo el presente, sino los fantasmas de toda una vida.
El remolino
En consulta ella decía que amar era como bajar a tirar la basura: creía que dominaba el camino de ida, pero al volver algo había cambiado de sitio en el portal. No sabía qué, pero algo. Quizá las escaleras ahora permitiesen entrar por otra puerta a la vivienda. Él asentía con la cabeza, como si entendiera, aunque estaba pensando en un ruido que venía del fondo de su propio cerebro. Un ruido de arrastre, como el mar cuando tira de los cantos rodados de la orilla. Más tarde descubrirían que ese ruido era de los dos, pero por separado.
Yo tomaba notas con la velocidad de quien intenta salvar a un náufrago, en el folio las letras estaban anudadas como cuerdas hacia la mar, los escuchaba describir su relación como quien escucha a dos personas que han vivido el mismo accidente pero recuerdan vehículos distintos. Ella hablaba de un barco; él, de una bicicleta. Y sin embargo, ambos insistían en que se habían estrellado en el mismo lugar: en un lugar incierto donde empieza la intimidad.
—Hay un remolino —dijo ella un día—. Cuando me acerco, él me absorbe. Y cuando yo intento que me escuche, siento que lo arrastro hacia mi fondo.
—Como las playas esas que ponen en las noticias —añadió él—, las que cada año tragan bañistas.
Yo que había leído a Winnicott en una época en la que todavía creía que los libros curaban, tenía anotado en mi cuaderno “undertow”, que es como los ingleses llaman a esa corriente subterránea capaz de tirar de un adulto hacia el fondo mientras en la superficie el mar parece una taza de consomé.
Sin embargo esta vez, al contrario que en el texto de Sontag- Ilness as metaphor- el malestar, el remolino, no era una metáfora intelectual. Él sentía que ella intentaba reorganizar el cuarto de su cabeza: moverle los muebles internos, sacarle polvo a los recuerdos, cambiarle los pensamientos de sitio. Ella, en cambio, decía que él le redibujaba las emociones con la cera torpe de un niño que colorea por fuera de las líneas. Las emociones que eran suyas.
—Tú me usas —dijo ella un miércoles cualquiera—. Para saber quién eres.
—Y tú me usas a mí —contestó él—. Para saber quién no eres.
Cualquiera habría pensado que se estaban insultando, pero lo cierto es que estaban avanzando. Porque descubrir que uno usa al otro no es un insulto; es una radiografía. En el fondo, cada amante es como si llevara dentro un arquitecto que trabaja sin planos y sin presupuesto, improvisando habitaciones con las sombras del otro. A veces sale bien. A veces se derrumba el edificio.
Una noche, él soñó que ella le arrancaba un brazo para usarlo como lámpara de noche, dispuesta entre lo inquietante y lo surrealista como un objeto cotidiano en la sala de estar. No se dio cuenta hasta mucho más tarde, dijo. Ella soñó en una ocasión que él se metía dentro de su pecho para buscar monedas perdidas. Al contárselo por la mañana, se rieron con ese miedo pequeño que da la risa cuando no quiere confesar algo.
Porque ambos sabían —pero ninguno lo decía— que hay una parte del otro a la que no se puede entrar. Un cuarto cerrado, sin luz, sin ventanas, donde cada uno guarda el pedazo de sí que no quiere negociar. Un núcleo secreto, como lo llamó un escritor que ella nunca había leído y él fingió haber leído dos veces o más. Un núcleo que invita a la escucha despaciosa y al juego del escondite: «es un placer esconderse, pero un drama no ser encontrado», dice Winicott que era un psicólogo con alma de niño que hace poemas mientras juega.
Ese núcleo es el que más irrita en el amor. Uno intenta abrir la puerta y no se puede. Se escucha un rumor detrás, algo vivo, pero no hay llave que valga. Entonces empieza el remolino:
—¿Por qué no me dejas entrar?
—Porque si entras, dejo de ser yo.
—Pero si no entro, ¿cómo voy a saber quién eres?
A veces pensaba en pedirles que se tomaran vacaciones, pero sabía que no serviría. Una pareja en vacaciones es como un robot fuera de fábrica: igual de peligroso, pero más caro.
Un día, sin avisar, el remolino se calmó. Nadie sabe por qué. A veces ocurre: la marea baja, y uno descubre que el monstruo que lo absorbía era sólo el movimiento del agua al retirarse. Ellos se encontraron de pie en la orilla, sorprendentemente secos.
—No eras tú —dijo ella.
—Ni tú tampoco eras el monstruo —dijo él.
Lo que no dijeron —pero pensaron con un pudor casi infantil— fue que el verdadero monstruo era el miedo a que el otro llegara demasiado adentro, o demasiado poco.

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