
No se oyó el ruido de la rotura. Eso fue lo raro. Solo una vibración mínima, como si algo dentro del pecho hubiera cambiado de sitio. El paciente habló de cualquier cosa —el tráfico, la lluvia, la disposición errática de los días en el calendario, una discusión con su pareja, incluso de los animales pertenecientes al emperador—, y yo pensé que tal vez no era lluvia lo que traía encima, sino una grieta. Una grieta silenciosa. De esas que no se ven, pero lo desajustan todo: el tono de voz, la respiración, la forma de mirar.
Las grietas invisibles son las peores. Nadie sabe cuándo aparecieron ni si tienen arreglo. A veces uno sigue hablando como si nada. A veces hasta sonríe. Ni todas las roturas hacen ruido. Algunas son íntimas, como un cambio en la temperatura del aire. Ocurren en mitad de una frase. O cuando uno esperaba algo distinto y no lo recibió. A veces pasa en terapia.
Un paciente dice que no se sintió escuchado por un amigo, pero hay algo ahí como una puesta en abismo, y quizá se refiere a la terapia. O no lo dice, pero empieza a llegar tarde. O se salta una sesión. O deja de venir, y no sabe bien por qué. Hay algo roto, y todavía no tiene nombre. En la cultura donde siempre hay que estar bien, el impulso es claro: huir de lo roto. Pasar página. Callar. Hacer como si no pasara nada.
En Japón existe un arte que recibe el nombre de kintsugi, que es el arte de reparar con oro. Cuando una vasija se rompe, no se esconde la herida. Se rellena con polvo dorado. La cicatriz se vuelve belleza. La historia se honra. Y la pieza que es más frágil —sí—, pero también más fuerte, vuelve a ocupar su lugar en la mesa.
En terapia también se dan rupturas. Y eso no es un fallo del proceso. Es parte de él si se puede aprovechar. Porque en terapia no solo se habla de los vínculos: se vive un vínculo real. Y donde hay vínculo, hay posibilidad de malentendido, de espera, de malestar vivido en la relación.
Lo importante no es que no haya conflicto. Lo importante es lo que hacemos después. ¿Se puede hablar de eso que dolió en terapia? ¿Hay lugar para la incomodidad? ¿Se puede volver después de una ausencia o de un enfado?
Cuando alguien regresa a terapia tras una ruptura —pequeña o grande— y se atreve a decir: “Me sentí herido, confundido, decepcionado”, entonces no solo está reparando la relación con su terapeuta. Está aprendiendo algo vital sobre todas sus relaciones: Que se puede romper. Que no hay que desaparecer por eso. Que no todo lo que duele significa abandono. Que el vínculo profundo no es el que nunca falla, sino el que sabe cómo volver a encontrarse.
Ahora que hay miles de fórmulas para hablar de las relaciones conflictivas con los demás, la terapia sigue siendo una oportunidad única para aprender a relacionarse de otra manera.
En cada ciclo de ruptura y reparación, algo se ensaya, se simboliza, se transforma. Lo que parecía un fracaso se vuelve un puente. Una conversación incómoda se convierte en experiencia nueva: la de ser escuchado incluso cuando uno no está bien. Y eso, para la mayoría, ya es reparador.
Muchos pacientes han crecido sintiendo que molestaban al otro, y de manera especial esta sensación se da en momentos de malestar: si digo como estoy daño al otro, lo molesto, lo aburro, no le importo. Ese fantasma también aparece en terapia, velado o explícito. Por eso es tan importante poder atravesarlo. Nombrarlo. Quedarse.
Esto de la reparación no es una metáfora bonita. Es parte de un aprendizaje emocional profundo. Lo que ocurre en la consulta no se queda allí. Se cuela, sin hacer ruido, en la forma en que uno habla con sus hijos, su pareja, sus amigos. O se atreve a pedir perdón. O decide no irse tan rápido la próxima vez, o aprende de otra manera estas vicisitudes y ciclos de las relaciones.
El terapeuta también forma parte. También puede equivocarse, no haber entendido, decir algo que no ayudó. La reparación es un trabajo conjunto.
Un gesto de humildad mutua. Un acto de humanidad compartida. Por eso, muchas veces, las rupturas no son el final. Son la señal de que estamos justo en el momento el oro puede empezar a aparecer.
Diana Diamond contaba la historia de un paciente que, después de meses de críticas sutiles, de medir la empatía del terapeuta como quien revisa una partitura, un día anunció que iba a dejar el tratamiento. Justo cuando parecía que algo se estaba abriendo, quiso irse.
La terapeuta, en lugar de defenderse aunque confundida, dijo algo mínimo pero esencial: —Llegaste temprano para decirme que te vas… quizá hay una parte tuya que no quiere irse.
Y así fue. La conversación cambió. Él habló del miedo a ser rechazado, de no sentirse escuchado, de la vergüenza de necesitarla. Y cuando el terapeuta pudo reconocer su parte —que quizá no había escuchado del todo—, el paciente se quedó. Fue ahí donde la terapia empezó de verdad.
Lo que Diamond muestra —y que todos los que trabajamos con personas reconocemos— es que una relación viva no muere por el conflicto, sino por la imposibilidad de repararlo. El vínculo terapéutico, como cualquier otro, se fractura donde el ideal se derrumba: cuando el terapeuta no entiende, cuando el paciente se siente menospreciado, cuando la confianza tiembla.
Pero muchas veces, lo que se rompe no es solo ese momento, sino una esperanza más profunda que todos, en mayor o menor medida, traemos a la terapia: la ilusión de que, esta vez, alguien sabrá cuidarnos sin fallar. Que el vínculo será tan seguro que no dolerá.
Cuando esa ilusión se rompe —cuando aparece la desilusión, la rabia, el deseo de marcharse—, no es el final de la terapia, sino un punto de inflexión importante. Porque la terapia no es solo un lugar donde sentirse acompañado: es también un espacio donde mirar con más claridad cómo nos relacionamos, qué esperamos del otro, qué hacemos cuando algo nos causa malestar.
Y cuando se puede hablar de eso, sin atacar ni huir, el vínculo se vuelve más real, más fuerte, más libre. Se abre algo que no es puro consuelo, sino posibilidad de cambio.
Porque en ese proceso, lentamente, uno aprende qué puede esperar de las relaciones y qué tiende a hacer con ellas. Y esa —aunque sea la parte más difícil— es también la más transformadora.
Pienso en eso mientras el paciente sigue hablando, estimulado por sus palabras y lo que pasa en consulta entre bambalinas. Dice que últimamente no confía en nadie. Que siente que todo el mundo espera que se rompa. Yo le digo —no así, no tan claro— que tal vez la rotura no es el problema. Que el problema es tener que fingir que no pasa nada.
Y mientras lo escucho, me doy cuenta de que también yo tengo mis grietas.
Un cansancio. Una torpeza. Un deseo de reparar lo que no sé reparar. Siento las manos como el temblor de aquel rabino de Praga metódico y atribulado.
Al terminar la sesión, el paciente se levanta más tranquilo. Dice:—No sé si estoy mejor, pero me siento más, ¿real?. Y sonríe con la mitad del rostro.
El oro todavía no brilla, pero ya está ahí, secándose. Como el oro de los tigres en el oriente, que soñaba Borges, brilla en la memoria, en la penumbra.

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