
Una escena de tránsito entre la vida y la muerte, la conciencia y el sueño, donde lo invisible e vuelve presente.
«Suave como el peligro atravesaste un día
con tu mano imposible la frágil medianoche» L.M.Panero.
A veces pienso que el barrio entero es un tanatorio bien iluminado. Por las mañanas, la gente sale de sus casas como si resucitara por obligación. Llevan el café en la mano, los auriculares puestos, los ojos en el teléfono, como quien llevase cirios de un ritual secular. No hay silencio, pero tampoco hay conversación. Si los miras bien —y me da por hacerlo, lo confieso—, todos parecen moverse con la cautela de quien no quiere despertar algo que ya murió. ¿Pero qué es eso que ya murió?
El otro día me crucé con una vecina que hacía meses no veía. Le pregunté cómo estaba. “Muy bien, muy ocupada”, respondió, con una sonrisa que pese a abrir en su rostro la expresión en realidad era una forma de cerrar la puerta de lo que no puede decirse. Me quedé pensando en eso: muy ocupada, el nuevo nombre del estar bien.
Nos mantenemos ocupados para no tener tiempo de escuchar el ruido del vacío. El trabajo, el gimnasio, las notificaciones, incluso el amor: todo sirve mientras mantenga el cuerpo en movimiento. Pero debajo del movimiento se instala una forma de inmovilidad más profunda, un silencio sin ensoñación.
He leído últimamente a una autora que llama a esto los vivos muertos. No habla de zombis, sino de nosotros: personas saturadas de actividad que ya no sienten nada que no venga con emoji. Según ella, vivimos en una cultura que confunde la vitalidad con la excitación, y el pensamiento con la productividad. Si algo duele, se repara; si se rompe, se sustituye; si se muere, se niega.
Huimos del vacío porque nos recuerda que vivir también es sentir lo que falta, pues no todo en nosotros está lleno, controlado o en calma. Así que fabricamos bienestar como si fuera un electrodoméstico: meditación, autocuidado, frases motivacionales. Pero nada de eso alcanza lo que se pierde cuando uno insiste en no ver el vacío de su mundo interior.
Hay personas —y a veces me reconozco entre ellas— que ya no lloran ni se enfadan: solo relatan su vida, como si lo que les ocurre fuera una historia cerrada. Hablan del presente como si fueran en pasado. Al contarlo todo desde lejos, consiguen controlarlo, pero también se quedan fuera de lo que viven. Y en ese intento de no sentir, la vida se vuelve relato, pero no experiencia. Es como si no se pudiera soñar.
Pero a veces basta una grieta —una pregunta, un silencio, un temblor— para que algo vuelva a moverse. Incluso en momentos en que se parece vivir a medio gas, hay una vida que espera ser escuchada.
No están deprimidos: están controlando el objeto, como decía Melanie Klein, es decir, están haciendo lo que pueden para no romperse. Sujetan el dolor para que no se desborde, pero en ese intento aprietan demasiado la vida.
Quizá por eso la autora que mencionaba —Julie Reshe— propone darle un lugar a esas partes muertas, como se les da a los muertos en noviembre. No para revivirlas, sino para reconocer que aún respiran bajo la ceniza. Que en ellas está la posibilidad de lo vivo.
II. La rendición y el duelo
El otro día un paciente me dijo: “Estoy cansado de querer estar bien.”
No lo dijo como una queja, sino como una rendición. Había pasado años luchando contra su tristeza como una dánaide que intenta sacar un agua inextinguible con las manos. Cada mañana se levantaba con una lista de propósitos nuevos —hacer deporte, meditar, no pensar tanto—, pero al final del día se encontraba igual de vacío, solo más disciplinado. Aunque en esta época del rendimiento la disciplina tiene un aire cool, y paga algo al narcisismo que hay que presentar a los demás, lo hace al precio de zombificar más algunas partes de nosotros.
Le pregunté qué pasaría si, por un día, no intentaba arreglar nada. Se lo comenté como pregunta a explorar, no como propuesta, un poco a la manera como se le atribuye a las esfinges . Me miró como si le hablara en otro idioma. “Entonces me quedo sin nada”, dijo. Y sin embargo, en ese “nada” apareció algo que parecía descanso, su cara se distendió por unos momentos.
Adam Phillips que escribe como si conversara con nuestras sombras, dice que rendirse no siempre es una forma de perder. A veces es la única manera de dejar de luchar contra lo inevitable, de soltar el control sobre lo que ya está muerto. No se refiere a rendirse ante la vida, sino ante la idea de control absoluto sobre el objeto —ese esfuerzo por mantener intacto lo que amamos, que puede ser un ideal, un deber, una exigencia, incluso cuando ya no está.
Cuando uno se rinde así, no se apaga: se vacía. Y en ese vacío empieza a moverse algo nuevo, algo que no puede forzarse ni planificarse. No es bienestar —todavía no—, pero se parece a la respiración.
Lo pienso muchas veces: hay duelos que no se resuelven porque nunca se terminan, y quizá no deban terminarse. La tarea no es superarlos, sino convivir con ellos sin tratar de revivir al muerto cada día.
Esa es también una forma de amor: amar sin poseer, sin corregir, sin exigir respuesta. Como si de pronto aceptáramos que los otros, incluso los que se fueron, siguen existiendo fuera de nuestro control.
IV. La muerte como espacio intermedio
Hace un tiempo, me di cuenta de que tenía la costumbre de dejar una lámpara encendida por las noches, incluso cuando no estaba en casa. Creo que no era miedo a la oscuridad; era otra cosa. Como si, en mi ausencia, necesitara que algo siguiera respirando por mí.
Pensé en eso cuando leí a una autora que hablaba de los vivos muertos: gente que sigue funcionando, pagando facturas, respondiendo mensajes, pero que hace tiempo perdió el pulso. Y me pregunté si no sería al revés: si esa lámpara no era un intento torpe de mantener con vida algo que ya no necesitaba seguir vivo.
Durante mucho tiempo creí que el único fin de la terapia consistía en volver a encenderse. Recuperar la chispa, despertar del letargo, como se dice, ser más “yo”. Ahora pienso que quizá no se trate de eso solamente -algo que yo entendía más bien como recuperar la vitalidad- sino de aprender a quedarse un rato en la penumbra sin salir corriendo. A veces, la vida empieza justo ahí, donde dejamos de intentar salvarnos, donde empezamos a aceptar el duelo. Por más que suene trágico hay quien dice que la terapia es sobre todo una terapia del duelo: por lo que no fuimos, lo que no seremos, lo que no tuvimos, etc., y poder encauzar una vida de otra manera sin eso- ahí está esa idea de alguna manera en el verso de Panero: (…) «tan solo la ilusión del recuerdo te dirá que no estuviste solo en aquel beso»-.
Hay una parte de nosotros que muere sin hacer ruido: una manera de amar, una fe en cómo deberían ser las cosas. Y en lugar de reanimarla, habría que velarla con cuidado, como se vela a quien amamos demasiado como para dejarlos ir sin ceremonia.
Hay quien piensa que una parte de la psicoterapia podría ser una práctica para los muertos en vida: un lugar donde la negatividad, el vacío, lo que no está no se corrige, sino que se escucha. Ogden hablaría de eso como el paso de formas de experiencia muertas a una forma nueva de vitalidad: no la euforia de quien renace, sino el temblor discreto en el umbral de quien vuelve a sentir que algo le importa.
Epílogo
A veces pienso que la gente no muere del todo, sino que se queda viviendo en las frases que no dijo. Uno se cruza con alguien en el supermercado y, si presta atención, puede notar que en su carrito también va un silencio, una culpa, una despedida mal hecha.
Quizá todos somos un poco eso: fantasmas con cuerpo. He llegado a creer que estar vivo no es lo contrario de estar muerto. Es otra forma de caminar ausencias, o caminar con lo ausente-presente, pero más ruidosa.
Lo que pasa es que aquí, entre los vivos, aprendemos a disimularla mejor. Por eso encendemos velas, escribimos, amamos. Para que el fuego no se apague del todo mientras aprendemos —con torpeza, con ternura— a caminar con pequeños o grandes duelos sin desaparecer nosotros. A mantener una llama de vitalidad que no se apaga con nuestros intentos vacuos e hiperactivos de llenar el vacío.
Quizá de eso se trate: de aprender a quedarnos un momento en lo que duele sin salir corriendo.
Y entonces, de pronto, algo o alguien atraviesa la noche-suave como el peligro- y nos recuerda que el fuego del vacío no quema: alumbra lo que habíamos olvidado sentir. Y ahí está el comienzo.

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