
Hay días en los que lo que aprieta no tiene nombre. Está acurrucado en algún rincón de nosotros como un gato silente y misterioso. No es solo el pecho, ni la garganta, ni la agenda que parece vencerse sobre sí misma. Aprieta algo que no se dice, que no se sabe, que no encuentra forma. Una presión sin idioma. Como si el cuerpo llevara un secreto, pero olvidara cómo contarlo. Aprieta el ser (¿qué es el ser?), y uno llega a terapia sin saber si busca consuelo, lenguaje o un poco de aire.
Clara llegó así. Era su tercera sesión. Había hablado mucho en las dos anteriores, con una urgencia que no pedía permiso ni se detenía. Palabras como agua desbordando una presa: insomnio, ansiedad, nudo, palpitaciones, pensamientos sin tregua. Y sin embargo, faltaba algo. Las palabras nombraban, pero no tocaban. Como si hablase desde fuera de sí misma.
—¿Tienes alguna técnica para esto?—preguntó de pronto, rompiendo la cadencia, como si yo apareciera por primera vez.
—Algo que funcione. Algo ya.
Nuestra condición de mamífero – como señala una amiga entre la broma y la fatalidad- nos lleva a que queramos volver a ese lugar donde alguien, alguna vez, nos calmó. Y si nunca estuvo, lo buscamos igualmente. Queremos que alguien nos diga: “tranquilo, ya va a pasar”, y que eso sea verdad. Que una voz o un gesto sea cuna. Que el cuerpo recuerde lo que es el refugio. Que nos devuelvan la madre o el padre, aunque solo sea en forma de app de meditación o de voz amable en consulta. No queremos una técnica. Queremos volver al lugar donde las cosas no duelen.
Y lo entiendo. Yo también he querido eso y lo quiero a veces. Una palabra que cierre la herida. Un aliento que cure el pasado. Una herramienta que me salve, o que me avive; tal y como escribió Camus a propósito del amor en los tiempos que le tocó vivir: «Cuando se ha tenido la suerte de amar con fuerza, se pasa uno la vida buscando nuevamente ese ardor y esa luz«. Muchas veces, entre las tinieblas, nosotros también deseamos otra vez el sol y el mar.
Pero hay herramientas que abren puertas, y otras que las clausuran. Hay frases que suenan como salmos, pero son tapones. “Estoy trabajando en mí”, “tengo ansiedad por apego evitativo”, “esto es parte de mi trauma”. Palabras que calman y a la vez borran. No sabemos si inician un relato o si lo interrumpen. Si permiten posibilidades o si las clausuran. A veces abren capítulos que están llenos de lagunas, vacíos psíquicos donde no se hizo historia y donde no tiene pinta de que por ese camino vaya a hacerse. Laberintos que no llevan a ninguna salida, solo a repetir la misma escena, con nombres nuevos.
Clara me dijo, casi con alivio:
—Creo que lo que tengo es un trauma. Vi un video y me sentí identificada.
Y mientras lo decía, su cuerpo se recogía. Como quien ha encontrado una explicación que justificara todo. Pero también una que lo detuviera todo. Como si esa palabra “trauma” fuese el punto final de la historia. Una especie de diagnóstico-escudo. Nombrar, poseer, como en el valor mágico que se le otorga en ocasiones a las palabras. Un efecto Rumpelstiltskin.
Yo no respondí de inmediato. No por estrategia calculada, sino porque parecía que ahí pasaba algo. Un silencio distinto. La forma en que evitó mi mirada. El modo en que se agarró las manos como si sostuviera un objeto invisible. Y entonces pasó algo. No un insight. No una revelación. Algo mucho más pequeño. Respiró. Por primera vez desde que había entrado a consulta, respiró con todo el cuerpo. No era una técnica. Era un gesto viviviente. Clara era una Laoconte que emergía de las ruinas arqueológicas de su historia para inaugurar su propio renacimiento. Un hilo de historia sin palabras. No sabíamos qué nos decía ese gesto, pero sabíamos que tenía siglos. Como si su cuerpo, en ese instante, recogiera una memoria que no era solo suya. Una forma vieja de sentir, que ahora buscaba una voz nueva.
Quise hablar, pero no lo hice. Me quedé en esa escena asombrado con ella. Había una mirada que no era de explicación, sino de pregunta. No sabía qué le pasaba, y quizá eso, por fin, nos permitió abrir la curiosidad por lo que aparecía sin nombre. Un temblor que no era nuevo, pero que ahora pedía su propio lenguaje.
Las herramientas tienen poder. Lo sé. Las usamos. A veces funcionan. Pero lo que Clara necesitaba no era una herramienta. Era un lugar donde su no saber no fuera corregido. Donde su historia pudiera empezar, no por el principio, sino por donde fuera importante para ella. Lejos del camino de las palabras aprendidas en los manuales de autoayuda.
Afuera seguía lloviendo. Lo supe porque el sonido del agua, leve, contra el cristal, se metió en la sala como una presencia. Me pareció que la sesión también había cambiado de tono. Ya no era una demanda de solución. Era una grieta. Una puerta entreabierta.
Hay quien piensa que el cambio debe ser visible, espectacular, una especie de fuego artificial emocional. Y aunque muchas de las cosas que pueden llegar a suceder en el proceso terapéutico son fascinantes, los cambios que sostienen la vida rara vez hacen ruido. Son como giros internos, casi secretos: como habitar una vida íntima que empieza a desarrollarse donde se había quedado parada. Con curiosidad. Como cuando alguien deja de usar una palabra que antes le servía como escudo. Como cuando un silencio en la historia deja de ser vacío, repetición, o malestar, e inaugura por fin una continuidad significativa y diferente para esa persona.
Hablábamos en un seminario reciente de Gradiva, de los tribalismos de las escuelas de psicología. Que las posiciones y teorías de los del grupo de pertenencia son las buenas y los de afuera las malas. Muchas veces pienso que los psicólogos corremos el riesgo de enamorarnos de nuestros zepelines. De una teoría que creemos que por fin lo explica todo. Ese modelo que va a organizar el cielo del alma por el que surcar libremente y como algodonosos. Pero como decía Umberto Eco, hubo un tiempo en que todos pensaban que el futuro del vuelo sería el zepelín. Pero en un abrir y cerrar de ojos apareció sobre la escena el avión, y la promesa del zepelín se desvaneció como un sueño hinchado de helio y voces liliputienses. La realidad es otra cosa. Vuela de forma inesperada.
La psicoterapia también. A veces creemos que lo que ayudó a otro servirá aquí. Que una herramienta, un modelo, un enfoque es suficiente. Pero cada historia tiene su propio cielo. Y cada paciente, su forma de volar.
Con Clara tuvimos la sensación de que algo había comenzado aquella tarde. Algo se notaba en la atmósfera sentimental de la consulta. Un cambio leve, apenas perceptible, como si las gotas de lluvia sobre el cristal vinieran a anunciarlo.
Como en esos cuentos de Borges donde la respuesta está, pero no se dice. Hay una pista escondida —tal vez— en una nota a pie de página de la Enciclopedia Británica, que remite a un libro imposible. Una traducción al árabe de un texto perdido, que solo Borges conoce, o que tal vez nunca existió. O sí. Pero se ha extraviado para siempre en el rumor inextinguible de los libros. Como lectores no tenemos por qué creerlo, pero hacemos un pacto. Un acuerdo de lectura sin la cual la misma es imposible: suspender la realidad propia por un tiempo y abrir posibilidades. Y entramos en el texto como se entra en una historia que ya nos estaba esperando. Y algo, en esa entrega, se transforma. No solo en la página. En nosotros. Leer —decía Ricoeur— es leerse a sí mismo en el texto. Y tal vez, también, en el otro.

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