El rumor del mar en una taza

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Cuando Josep entró por primera vez, traía el mar pegado a la espalda. Vestigios del fondo marino como adheridos de una forma peculiar, pecios, conchas esmaltadas, ciudades, caballos marinos. Todo eso envuelto con ese rumor que dejan las cosas cuando han golpeado mucho la costa. Se sentó sin mirar, luego me miró como si buscara una señal en el cielo raso. Hay personas que llegan con una pregunta, otras con una herida. Él venía con ambas, cosidas a la misma camisa.

—No me deje —dijo, como si yo ya estuviera a punto de irme.

No le dije que me quedaba, pero puse a calentar agua. Es mi pequeña ceremonia: una taza entre dos, el vapor haciendo nubecitas que lentamente ascienden, se paran, vuelven a subir. A veces el tiempo se aprende en el té.

Él habló de alguien que ya no estaba. No pronunció su nombre. Lo nombró con rodeos: “aquel”, “eso”, “lo que pasó”. Cuando intentó ser claro, su voz se volvió un hilo que se rompía solo. Había noches —me dijo— en que soñaba con una casa vacía donde las puertas estaban abiertas, pero nadie entraba. Se despertaba con la sensación de haber estado de visita en un lugar al que no podía volver.

Yo le ofrecí la taza. Bebió, y dejó la mitad, como quien no puede terminar lo que empieza.


Los primeros días fueron un mapa sin nombres. A veces venía puntual, con brillo en los ojos. Me miraba como quien encuentra una baliza en medio del temporal: “Menos mal que usted está aquí”. Otras veces llegaba tarde, o no llegaba. Me dejaba una silla vacía que pesaba como un saco de arena. Cuando volvía, me pedía perdón como alguien que ha roto un juguete. Yo sentía el impulso de decirle: no hace falta. Pero la palabra “perdón” le aligeraba las manos, como si se las soltara de un nudo.

Había días buenos, de mar llano. Decía: “Hoy estoy limpio”. Y otros en los que la espuma de su voz traía pequeños guijarros: reproches, exigencias, algo velado, como un “usted no entiende” que no me apuntaba a mí sino a alguien detrás de mi hombro. Yo me quedaba, aun cuando la ola subía. Me parecía que estaba descubriendo al estar con él que no era con fuerza como se atraviesa esa agua, sino con la quietud de una piedra.

—Cuando lo quiero, desaparezco —dijo una tarde, mirando el borde de la mesa, como si allí estuviera grabado el nombre de un puerto—. Cuando lo odio, me asusto. Cuando lo necesito, huyo. Cuando lo encuentro, no sé si abrazarlo o salir corriendo.

Asentí intentando comprender. Compartí con el la idea que me transmitía,¿ es como si hubiera cosas que no se arreglan como bombillas, sino que más bien se curan como un hueso: con tiempo, con reposo, con cuidado de no golpear en el mismo sitio?.


Empezaron a llegar escenas sueltas, como cartas sin remite. Me contaba pequeños sueños: un perro que guardaba una pelota y no se la daba; un tren que pasaba por su estación sin parar; un abrigo colgado en una silla, con el peso de una persona dentro. No eran grandes metáforas; eran imágenes sencillas que se le escapaban de los bolsillos. A veces, antes de hablar, se quedaba con la mano en el picaporte de sí mismo, vacilando si entrar o no en lo que quería contar. Yo me hacía a un lado para que pasara.

“Quiero que me vea”, decía. Y entonces cerraba los ojos.

El “quiero” y el “no puedo” se le acercaban tanto que parecía el mismo animal. Hacía esfuerzos por quedarse en la sala, por soportar el ojo que mira. En cuanto sentía que yo lo miraba con amabilidad, se endurecía; si yo aflojaba y dejaba más aire, se agitaba. “Usted no me va a aguantar”, decía, y supe que esa frase no hablaba de mí, sino de una vieja costumbre: huir antes de ser dejado, morder antes de que te muerdan, callar antes de que te tapen la boca.

Una tarde llegó con el paso arisco y la frente en tempestad. Me lanzó una frase como una piedra: “Lo idealicé. Fue un error”. Se sentó, pero no se quitó la chaqueta. “Usted hace que yo dependa”. La palabra “dependa” le quemaba en la lengua. Yo le ofrecí agua. La bebió sin soltar la piedra.

—No quiero necesitarle —dijo, y en la misma frase había como un hilo de oro que decía lo contrario: “Le necesito”.

No era un drama. Era la verdad con su filo y su caricia. Necesitar y temer. Amar y querer salir huyendo. A veces me miraba con ternura, como si yo sostuviera a “aquel”. A veces me empujaba con palabras, como si yo fuera “eso”. Aprendí a no responder con la misma moneda. Si me idealizaba, yo no me subía a ninguna estatua. Si había momentos donde me presionaba, no me escondía. Me quedaba, como se quedan las ventanas cuando llueve: dejan ver la lluvia, dejan entrar el olor, pero siguen en su sitio.


Con el tiempo, las historias empezaron a tener fechas. Colores. “Era otoño”, dijo una mañana. “Llevaba una bufanda amarilla”, dijo, y la bufanda se tensó en el aire, como si al fin pudiera recordar el cuello que un día rodeó. Contó una despedida que no fue despedida, una ausencia disfrazada de costumbre. Ese “aquel” empezó a ser una persona. Su voz cambió de estar cantando a estar diciendo.

Un día miró el vaso de agua y dijo: “No va a volver”. No me miró a mí, miró el agua. Y el agua no respondió. Hubo un silencio sin que fuera vacío. Era el silencio en el que las cosas caen de su altura y se vuelven a poner a nuestra mano. No dije nada. El silencio hizo su trabajo.

A partir de ahí, vinieron lágrimas, sí, pero también pequeños gestos de cuidado: llegaba y dejaba su abrigo en el mismo lugar. Se sentaba y sacaba una libreta. Escribía dos líneas y la volvía a guardar. Había inicios que ya no eran saltos al vacío, sino pasos sobre un suelo que estaba aprendiendo a reconocer.

Se enfadaba, todavía. Se retiraba un poco, a veces. Me parecía comunicar algo,pero no con las palabras, donde me pedía que no me fuera, pero luego llegaba diez minutos tarde. Sin embargo ya no era un vaivén que ahogaba. Era un movimiento. En mí, había días de cansancio, claro. Días en que una frase suya rozaba una historia mía y me dejaba con ecos propios. Aprendí a sostener los míos sin pasárselos. Aprendí a agradecer por dentro cuando él decía: “Hoy, aunque no sabía si venir, me hace bien venir”.


Una tarde, trajo un sueño que parecía una postal: una playa de invierno, unas botas hundiéndose en la arena mojada tres centímetros, y una taza de porcelana en la orilla. “La levanto y tiene una grieta”, dijo. “La mojo y la grieta se llena de luz.”

Le pregunté si quería dibujarla o describírmela. Lo hizo. La taza tenía un borde verde, como esas tazas antiguas de las casas de aldea. La grieta, en el dibujo, era una línea limpia. No se le habían caído trozos, no faltaba nada. La miró con una alegría tímida, como quien ve a un hijo que llega tarde pero con los zapatos atados.

—¿Y si la uso… así? —preguntó, incrédulo.

Asentí. Él mismo se respondió: “No es igual que antes. Pero sirve”. Cuando dijo “sirve”, acarició el papel con la punta de los dedos, como quien acaricia un objeto querido. Me miró, entonces, y por primera vez no parecía pedir promesas ni exigir pruebas ¿Era quizás la mirada de quien, al fin, se permite descansar un poco?


Los días que siguieron tuvieron otra música. Llegaba algo más temprano, o avisaba si no podía. A veces me decía que me odiaba por hacerle sentir ciertas cosas; otras, que me agradecía porque no le dejaba solo con ellas. Cuando se enfadaba, ya no era un huracán que arrasa, era viento fuerte que despeina y refresca. Descubrí que no necesitaba que yo le explicara nada: necesitaba que yo quedara vivo al otro lado de su enfado, y de su afecto.

Se atrevió a nombrar al “aquel”. Dijo su nombre como si lo peinara. Por primera vez, pudo decir algo sencillo: “Fue importante”. No justificó ni acusó, no pidió que el pasado cambiara su curso. Solo lo puso en la mesa, cerca de la taza.

Un día, antes de irse, dejó dicho: “Hoy no sé si abrazarle o salir corriendo”. Lo dijo sonriendo, como si supiera que no tenía que elegir tan deprisa. Le respondí que estaba bien no saber. Repitió: “Está bien no saber”. Y en ese eco se le detuvo un poco el miedo, como cuando se calma por fin el mar después de muchos días.


No hubo fuegos de artificio. No hubo revelaciones conductoras de orquesta. Hubo, sí, pequeños nacimientos como luces de cocina encendiéndose al alba. Empezó a hablar con alguien a quien llevaba tiempo esquivando. Tomó café en un bar donde antes cruzaba la acera. Se compró una taza con borde verde, con una grieta en la cerámica que eligió a propósito. “Para acordarme —dijo— de que puedo usar lo que no está perfecto.”

Seguía siendo él: con su orgullo, su deseo de desaparecer cuando ama, su impulso de morder cuando teme. Pero ya no era rehén de ese repertorio. Se sorprendía a sí mismo con gestos que antes le hubieran parecido traición: quedarse, pedir ayuda, admitir que necesitaba, y que la necesidad no era una condena.

El día que me dijo “hoy me sostuve sin usted”, se quedó en la puerta sin saber si sonreír o disculparse. Yo le dije que me alegraba. Él añadió: “No es que no le quiera. Es que ahora tengo más manos”. No supe de dónde le salió esa imagen, pero me pareció hermosa: tener más manos no para agarrar, sino para apoyar.


A veces recuerdo su primera frase: “No me deje”. Y pienso que hay una manera honesta de no dejar a alguien: quedarse lo necesario para que el otro pueda irse sin que eso sea una pérdida total. La compañía no es una cuerda, es una lámpara que se enciende mientras uno aprende a caminar en la noche.

Aquella tarde, al recoger la taza, me fijé en la marca que deja siempre el borde del té, como una media luna tostada. La lavé con cuidado. La grieta, en la nuestra, no existe. Pero desde entonces la veo igual. Imagino una línea fina, que no rompe, que deja pasar un hilo de luz. Y me parece bien. La luz también necesita pequeñas puertas. Como decía el poeta, mi amigo: There is a crack in everything, that’s how the light gets in”, «Hay una grieta en todo, y es así como entra la luz»

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