Dos mujeres bajo la lluvia

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Mujer surrealista con doble reflejado, rodeada de símbolos oníricos, pintura de Leonora Carrington (1944)
El autorretrato de Leonora se desdobla en un mundo onírico: identidad, deseo y enigma en movimiento. Autorretrato, Leonora Carrignton,1944

LA SALA DE ESPERA

Los lunes la sala de espera huele a paraguas cerrados y café tibio. Hay algo en el clima de ese día que vuelve a la ciudad más honesta, como si todos llegaran con las suelas mojadas y un pensamiento secreto en el bolsillo. A veces mi cabeza imagina que la lluvia reblandece las defensas y abre las puertas por dentro.

Aquel lunes llegaron dos mujeres en horas distintas, con formas opuestas de entender el corazón. Una venía con miedo a hundirse. La otra, con miedo a no mandar en la marea. Ninguna lo sabía del todo. Las dos hablaron de amor.


CLARA: EL AMOR COMO ORILLA

Cuando llegó Clara se sentó en el sillón como quien se sienta en la orilla del mar, con el cuerpo un poco de lado, lista para levantarse si la ola cambiaba de humor. De vez en cuado miraba la ventana, pero no con aire de contar las ventanas del edificio contiguo, sino para medir la distancia de salida.

—No sé querer del todo —dijo—. Es como si siempre me quedara en el pasillo.

Le pregunté cómo era ese pasillo, y lentamente empezó a hablarme de un amor que la llamaba por su nombre y, cuando aparecía, el cuerpo se le llenaba de alas que chocaban entre sí- me hizo recordar el relato del ángel de Garcia Márquez-. Me habló de una tarde en un sofá, de dedos rozando la nuca, de una risa compartida… y de pronto, el susto: “Esto podría ser para siempre”. Entonces la ternura se le convertía en vértigo. Todo cambiaba.

—Me da miedo perderme si me quedo —susurró—. Y me da miedo perderlo si me voy.

Clara hablaba del amor como quien habla de un lugar que conoce y extraña a la vez. El deseo, en ella, era una casa con la puerta entreabierta. Si alguien entraba demasiado, se alejaba. Si nadie entraba, lloraba. No quería huir pero tampoco sabía quedarse.


VEGA: EL AMOR COMO ESCENARIO

Cuando apareció Vega en la consulta no se sentó enseguida. Recorrió el despacho con la mirada, calculando distancias como quien mide un escenario antes de actuar. Se acomodó justo después de elegir el ángulo correcto como dándonos permiso a ambos. Sonrió con una precisión que parecía ternura, pero era control del efecto.

—A mí me gusta llevar el ritmo —dijo—. Si el otro me sigue, todo fluye.

En su relato no venía con horarios ni listas, era algo más como escenas. Cómo lograba que su pareja se sintiera la persona más especial de la sala “con solo mirarla como nadie la había mirado”. Cómo sabía cuándo callar para que el otro hablara lo que ella quería escuchar. Cómo había evitado discusiones con una dosis de dulzura exacta.

—No manipulo —aclaró pausadamente—. Creo saber lo que necesita el otro.

Lo dijo sin orgullo ni vergüenza. Como quien habla de un talento natural.

PARTE 2 – EL DESEO Y LOS CELOS


EL DESEO QUE TIEMBLA (CLARA)

Clara hablaba del deseo con pudor. No lo nombraba directamente: lo rodeaba. Decía “cuando me tocan así”, “cuando se quedan a mi lado”, “cuando me miran despacio”. El deseo la conmovía y la asustaba a la vez. Era una ola hermosa que podía tumbarla.

—Si me miran mucho —dijo—, me desconecto. Como si alguien tirara de un hilo invisible dentro de mí.

Ese hilo la apartaba del momento justo en que la intimidad se volvía demasiado real. A veces le ocurría en mitad de una caricia, otras en medio de una frase bonita. Entonces pedía tiempo, o hacía una broma, o cambiaba de tema. El amor, para ella, era una canción que se escucha desde la puerta… por si acaso no es para uno.

—No quiero huir —me dijo un día—. Solo necesito espacio para no desaparecer.

El deseo la llamaba. El miedo la tiraba hacia atrás. Su cuerpo sabía amar, pero esperaba permiso para quedarse.


EL DESEO QUE DIRIGE (VEGA)

Vega no le tenía miedo al deseo. Le interesaba dirigirlo.

—El deseo es energía —dijo—. Si sabes usarlo, todo es más fácil. Hablaba como si poseyera un manual secreto de los afectos donde no había lugar al error. Sin embargo pese a la grandilocuencia de lo que contaba, el eco con el que se quedaba uno después era como naif, o más bien como si oyéramos el relato de una niña que juega y que magnifica sus poderes.

Vega no parecía hablar de placer compartido, sino de influencia. Le gustaba descubrir qué encendía al otro: una palabra, un gesto, una debilidad. Después, lo usaba para crear un vínculo del que el otro no pudiera escapar fácilmente.

—No hay poder más grande que ser necesario —quiso añadir.

No lo decía con crueldad, sino con lógica. Para ella, el amor era un escenario iluminado donde cada movimiento se calcula. Si el otro se resistía, no insistía: cambiaba la estrategia. Si alguien se le acercaba demasiado, le daba algo de sí… pero siempre guardaba la llave del cierre. El deseo, para Vega, no era temblor: era instrumento.


CELOS SUAVES (CLARA)

Clara tenía celos, pero eran casi susurros.

—¿Te escribió alguien anoche? Solo por saber…

—¿Crees que le gustas a esa persona? No pasa nada, ¿eh?

Lo preguntaba como quien tantea una herida, no para atacar, sino para saber si estaba en peligro. Los celos eran señal de amor, sí, pero también de temor a no ser suficiente. A veces se reía de sí misma.

—Soy como una radio mal sintonizada —dijo—. Si giras un poco el dial, dejo de hacer ruido.

Sus celos dolían, pero también calentaban. Eran la prueba de que algo le importaba.


CELOS AFILADOS (VEGA)

Los celos de Vega no temblaban. Parecían ajustar algún mecanismo. No preguntaba: actuaba. Si alguien miraba demasiado a su pareja, Vega no montaba una escena. La hacía reír. La hacía sentirse única. La envolvía en una atención brillante… y luego, con calma, eliminaba la amenaza.

—Hay gente que confunde cariño con intromisión —dijo—. Yo solo protejo lo que es mío.

Una vez, una amiga abrazó a su pareja “dos segundos de más”. Vega esperó 24 horas y le mandó un mensaje amable, cargado de dulce veneno. “Eres especial. Te admiro. Solo ten cuidado de no cruzar ciertas líneas, hay gente sensible.”

La amiga se alejó sola.

—No lo hice por celos —dijo—. Lo hice por equilibrio, es importante estar atenta y comunicar las necesidades del otro, hay que cuidar.

Para Vega, el otro no se comparte. Se administra


PARTE 3 – EL CUERPO Y LA INTIMIDAD


EL CUERPO QUE DUDA (CLARA)

Cuando Clara hablaba del cuerpo, bajaba la voz, como si pisara un lugar sagrado y frágil.

—A veces… me quedo quieta —dijo—. Es que necesito entender qué está pasando por dentro antes de moverme.

El silencio en la intimidad no era vacío había un intento de escucha interna. Su cuerpo necesitaba tiempo para confiar. Había momentos en los que el placer despuntaba como una flor tímida, pero enseguida aparecía una sombra: “¿Estoy haciéndolo bien?”, “¿Y si se decepciona?”, “¿Y si me quedo demasiado?”.

—Cuando me tocan con prisa, siento que desaparezco —confesó—. Cuando me tocan con cuidado… me da miedo necesitarlo.

En ella, el sexo no era solo físico. Era vínculo, verdad, posibilidad de fusión… y por eso también posibilidad de pérdida. El cuerpo era un lugar hermoso, pero lleno de ecos. A veces se avergonzaba de no saber entregarse “como debería”.

—No quiero fingir —dijo una vez—. Quiero estar.

Y ese “estar” era un acto de riesgo.


EL CUERPO COMO PODER (VEGA)

Vega hablaba del cuerpo sin rubor. Pero no desde la sensibilidad, sino desde la eficacia.

—El sexo es lenguaje —dijo—. Y yo sé hablarlo muy bien.

No se trataba solo de placer. Se trataba de influencia. De leer las grietas del otro y entrar por ellas. De hacer que el otro se sintiera visto, deseado, único… para luego quedar “imposible de olvidar”.

—No hay nada más fuerte que ser inolvidable —añadió.

Le gustaba conducir las cosas. No por ternura, sino porque en ese lugar podía ver con claridad la entrega del otro. Lo describía con calma, incluso con cierta admiración estética: “Hay un segundo en que la otra persona se rinde… ese segundo es oro.”

Si el otro proponía algo distinto, ella decía que sí… y lo giraba hasta que el movimiento volvía a ser suyo. Si el otro se mostraba vulnerable, lo arropaba… pero como dejando siempre claro quién tenía el mando. Era como una postura de compasión controladora.

El cuerpo, para Vega, no era un territorio compartido. Era un escenario donde se representaba su poder.


PARTE 4 – LAS SEPARACIONES


SEPARARSE CON LLUVIA (CLARA)

Un día, Clara trajo una frase que le dolía como una astilla:

—Si él se queda, creo que no voy a saber cómo quererlo. Si se va, no creo que sabré cómo olvidarlo.

No hubo gritos. No hubo portazos. Hubo un silencio largo, como marea baja. Se abrazaron en la cocina. Él le preguntó si necesitaba algo. Ella no supo responder. No porque no sintiera amor, sino porque el amor le pesaba y le daba miedo a la vez.

—Me duele no poder amar como quiero —dijo en sesión.

Durante semanas trabajamos el eco de lo que pasó y de lo que no pasó- hay quien dice que toda terapia es una terapia de duelo-: la taza en el fregadero, el hueco en el armario, la cama grande. El cuerpo, por las noches, seguía buscando la hondura en la almohada de la nuca que ya no estaba. Pero no corrió a reemplazarlo. No llenó el vacío de prisa.

Una mañana llegó y dijo:

—Hoy… me quedé a mirar la lluvia. Y no quise salir corriendo.

Eso que me dijo parecía albergar algo nuevo. En lugar de huir del dolor se quedó con él sin hacer nada, como quien se sienta junto a una ola hasta que aprende su ritmo.


SEPARARSE CON ORDEN FRÍO (VEGA)

La separación de Vega fue distinta. No hubo lágrimas, sino algo como un  movimiento.

Su pareja le dijo: “Necesito un poco de aire sin dirección”. Vega escuchó sin parpadear. Asintió. Sonrió incluso.

—Te entiendo —dijo.

Esa misma noche organizó una fiesta “para celebrar la libertad”. Hubo música, amigos, luces cálidas. En mitad de la fiesta, contó una anécdota íntima de su pareja. Nada grave. Solo el detalle justo para incomodarla sin humillarla. Todos rieron. La pareja también… pero con una rigidez apenas visible, que quizá comprendería más tarde.

Dos días después, ella se fue “a casa de mi hermana, solo un tiempo”. Vega lo relató en consulta como quien entrega un informe bien redactado.

—No tuve que decirle nada —dijo—. Ella sola se dio cuenta de que no estaba siendo justa.

Le pregunté qué sintió.

—Que hay momentos en que hay que dejar ir para que el otro entienda. Y si no vuelve… habrá otro escenario. El mundo está lleno de personas que quieren que las entiendan.

No hubo duelo. Hubo reorganización. No hubo silencio. Hubo planes nuevos. No hubo vacío. Hubo espacio para su próxima versión de poder.

—Yo no pierdo, yo me transformo. De todo se aprende. Me dejó, sobre la mesa, una invitación a una exposición que organizaba: “Retratos de personas a punto de cambiar”. Sonrió.

—Me fascina ese instante en que alguien entiende algo gracias a mí.

Las semanas siguientes, Clara hizo ensayos. Se citó con amigas y se quedó cinco minutos más en el bar, aunque el impulso dijera “vete”. Llamó a su madre y cortó la llamada antes de que la voz familiar se le hiciera pesada; “otra tarde seguimos, te quiero”. Cambió el siempre y el nunca por verbos que se pueden sostener: “hoy”, “ahora”, “quizá”, “voy a intentarlo”. Me habló en consulta cosas pequeñas que la mantienen: un mantel con cerezas, una canción, el ruido del mar escuchado desde el coche. Había dolor y había una ternura hacia el propio temblor que antes no estaba.

Vega, por su parte, llenó el calendario. No con obligaciones: con escenas. Un proyecto nuevo, una colaboración, un viaje. En cada relato, aparecía una chispa: un encuentro con alguien a quien supo escuchar “como nadie”, un gesto que “destrabó” un asunto ajeno, un aplauso. No había rencor hacia la ex pareja. Había una convicción tranquila: “Cuando esté lista, vendrá. Y si no, que le vaya bien”. Me habló de la noche en que borró su número y luego lo volvió a escribir “para que no parezca que me importa”. Reímos sin malicia: en ese gesto, por un segundo, asomaba una humanidad menos teatral, una duda sin espectáculo. Fue un segundo. Después volvió la luz nítida del escenario.

El psicólogo en la consulta. Libro de horas.

A veces, cuando apago la lámpara y la sala deja de oler paraguas y vienen los olores y rumores de los libros en las estanterías, y de los quietos objetos animados de la consulta: sofá, pañuelos, flores, cuadros, me vienen a la cabeza imágenes de cómo ama cada una.

Clara ama desde la falta: se asoma, mira, tiembla, pregunta, se queda un poco más, se va un poco menos. Su amor calla cuando le da miedo, habla cuando necesita aire, pide promesas pequeñas. Sus celos son un termómetro que se calienta con el silencio. Sus cuerpos, en la memoria, son lugares a los que regresa con cuidado, como quien vuelve a la playa en invierno y toca el agua con el pie antes de entrar. En ella hay culpa y hay esfuerzo por no convertir el miedo en huida. Hay compasión por su propia orilla.

Vega ama desde la asimetría: seduce, eleva, marca, dispone. Ve la grieta del otro y la convierte en escena. Sus celos no tiemblan: poseen. Su placer no busca encuentro: busca efecto. No niega el cuidado; lo usa como lenguaje de poder. A veces aparece un brillo tierno, mínimo, como una luz bajo la puerta. Si la puerta se abre, enseguida la reconvierte en entrada triunfal. No hay culpa genuina; hay estrategia. Y sin embargo, incluso ahí, hay un hueso humano: una herida tapada por la necesidad de que todo ocurra bajo su foco.

Si algo he aprendido escuchándolas es que el amor no es lo contrario del miedo ni del poder. El amor convive con ambos como la lluvia con la ciudad: moja, limpia, también incomoda. Hay quienes necesitan quedarse en el umbral para no romperse. Y hay quienes necesitan construir el marco para que nadie los desordene. Ninguna de esas formas es menos humana.

En terapia no se trata de decidir quién ama mejor, sino de crear un espacio entre los dos donde el amor o la dificultad de amar pueda empezar a pensarse. Ese espacio —el que se forma entre paciente y terapeuta— no es igual para todos. Se moldea según la manera en que cada persona ha aprendido a protegerse.

Con alguien como Clara, ese espacio quizá tiene que ser como una habitación con luz suave y ventanas abiertas. Un lugar donde uno pueda entrar y salir sin sentir que se cierra la puerta detrás. Ella necesita saber que, si tiembla, no será apurada ni expuesta. Que puede dudar, retroceder, pedir aire… y aun así el vínculo seguirá ahí. Solo así se atreve a quedarse un poco más y descubrir que el amor no siempre ahoga.

Con alguien como Vega, el espacio necesita otra textura. Debe ser firme, pero no rígido. Capaz de sostener su impulso de tomar el control sin dejar que invada todo. Un espacio donde pueda bajar el foco sin sentir que pierde el escenario. Donde su fuerza no sea temida ni celebrada, sino comprendida. Solo así puede aparecer algo distinto a la estrategia: una vulnerabilidad que no la destruya ni destruya al otro, una intimidad que no sea dominio.

El trabajo terapéutico, entonces, es ir habitando ese espacio compartido hasta que cada una pueda experimentar algo nuevo de sí misma en presencia de otro: Clara, permanecer sin desaparecer.Vega necesita descubrir que el otro existe… y que eso no la destruye; dejar de actuar el amor para sentirlo. Y en ese espacio —que no es solo del paciente ni solo del terapeuta—el amor empieza a dejar de ser solo defensa o solo poder…y se vuelve, quizá por fin, algo vivo, incierto, profundamente humano.

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