El miedo y el juego: del terror al pensamiento

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Mujer dormida mientras una criatura se posa sobre ella y un caballo fantasmagórico asoma detrás de la cortina.
El miedo que visita por la noche. The Nightmare, Henry Fuseli, 1781.

I. Los cuentos que susurran en la noche

Cuando cae la noche, los niños no sólo duermen. Hay quienes escuchan. No siempre es miedo. A veces es una pregunta que camina de puntillas por la habitación. Otras, una figura que parece flotar entre la pared y el armario. De mayores, muchas veces repetimos esa escena, aunque con otras formas: un pensamiento que no se apaga, una sombra del día que vuelve. Antes de dormir, regresan antiguos temores con nuevos ropajes.

A Amador —un hombre de mirada atenta que vino a consulta con un malestar difícil de decir—, el miedo le llegaba con los sonidos. No era pánico. Era algo más sutil: un crujido. Un ruido apenas audible que aparecía al apagar la luz, como si marcara el inicio de algo invisible.

—Es como si el aire cambiara —decía—. Y si me muevo, algo pasa. Así que me quedo quieto, como cuando era niño.

Ese recuerdo, dicho al pasar, abrió una escena. Le pregunté si alguna vez había inventado un cuento sobre ese crujido. Me miró, dudando. Entonces añadí:

—O si te lo imaginaras ahora, como si fuera parte de un cuento que tú inventas… ¿cómo sería?

Amador, que no solía hablar mucho, dijo: —Si es un cuento, no me come. Lo dijo como parte del juego entre ambos y con la sabiduría de los que aún no saben que saben.

II. El juego como refugio del miedo

El juego no es sólo distracción. Es una manera de poner al monstruo dentro de un escenario. De meterlo en una caja con decorado, como un director de teatro que necesita que el miedo tenga un lugar, y no lo devore todo.

Donald Winnicott lo explicó así: el juego no es una huida de la realidad, sino una manera de habitarla sin sucumbir. El objeto transicional —ese peluche gastado, esa manta que huele a casa— es el primer puente entre el dentro y el fuera, entre el yo y el otro. Un puente donde el miedo se vuelve representable.

Bion lo diría con otra imagen: hace falta una especie de digestión emocional que transforma la experiencia cruda en algo que pueda pensarse. Cuando no hay quien realice esa función —una madre o padre disponible, una mente abierta— el miedo se queda sin forma. O con todas las formas.

III. El terror sin nombre

Amador decía que le costaba dormir en casa de su padre. No era el sonido, exactamente. Era la atmósfera. Como si la casa respirara de otra forma, más hueca. Lo decía con una media sonrisa, pero luego se quedaba en silencio, buscando algo.

—No era el crujido. Era que nadie lo nombraba —dijo una tarde—. Como si nadie dijera “no pasa nada”.

En casa de su madre, recordaba haber dormido con la gata. La gata no hablaba, pero estaba. A veces, una presencia basta para calmar el miedo.

En sesión, fuimos armando pequeñas escenas simbólicas mientras hablábamos, como quien recorta fragmentos de una historia más grande. Una vez, en su imaginación describió una especie de cabaña cerrada con ramas, donde uno podía esconderse del miedo. Dijo que era como “La cabaña de los susurros”.

—Ahí dentro, «el monstruo» de lo que me pasa no me ve, salvo que diga su nombre. Y una tarde, después de muchas vueltas, lo dijo: —Se llama el Hombre Que Se Fue.

IV. Pensar el miedo, no escapar de él

Jugar no es solo para los niños. Cuando imaginamos, cuando damos forma simbólica al miedo y logramos entender lo que nos pasa sin quedar atrapados por ello, seguimos jugando. En el sentido más serio del término.

Jugar es ensayar cómo vivir. Darle al miedo una estructura, abrir una posibilidad. Un borde. Algo que pueda pensarse, dramatizarse, representarse. Lo informe entonces cobra sentidos, se hace manejable.

Amador, con sus palabras e imágenes, estaba mentalizando. Transformando un miedo atmosférico en una escena. Como dirían Bateman y Fonagy, eso es mentalizar: poder decir “estoy asustado” en vez de “el mundo se rompe”.

El Hombre Que Se Fue aparecía en sus relatos, pero también podía ser vencido —o al menos calmado— con un conjuro sencillo: estar acompañado. Poco a poco, el crujido dejó de ser amenaza. Tenía nombre. Tenía escenario. Se había vuelto parte de un cuento. No para negarlo, sino para poder vivir con él.

V. Del terror a la metáfora: cuando el miedo aprende a jugar

En Los cuentos de la noche, de Schwartz, hay un niño que dice:

—Lo que más miedo me da es que se me olvide tener miedo.

Como si el miedo también fuera una brújula. Una forma de saber dónde estamos. La psicoterapia no elimina el miedo. Lo convierte en relato. En escena. En juego. En dibujo. En palabra dicha al otro. En pensamiento que acompaña.

El bosque del miedo no desaparece. Pero el niño puede entrar en él con una linterna.

Epílogo: El teatro interior

Amador ya no necesita dormir con la linterna encendida. Ahora se la deja al monstruo, por si también tiene miedo. Porque en el fondo, como dijo Calvino, los cuentos no enseñan que los monstruos existen- aunque eso ya lo sabemos. Nos enseñan que podemos derrotarlos.

O mejor aún: que podemos jugar con ellos. Pero el miedo no desaparece con los años. Solo cambia de forma: se vuelve ansiedad difusa, ira súbita, dificultad para confiar o para soltar.

Muchos llegan a consulta con un solo deseo: que el miedo se vuelva pensable. Que alguien les ofrezca una cabaña, una manta, un conjuro. El trabajo terapéutico con adultos, entonces, es también un trabajo de juego: la seriedad del juego, como decía Winnicott. Un espacio donde la mente puede ensayar otras escenas, donde el pasado se vuelve cuento, y el presente, una posibilidad en donde también los psicólogos tenemos que jugar. Pues como decía el mismo autor, el terapeuta que no sabe jugar (es decir, compartir mundos reales y posibles, estar abierto a la mente del otro, correr ese riesgo) no es apto para el trabajo.

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