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I. La mirada que lo destruyó todo
Orfeo descendió donde nadie regresa. Contaba quizás con el beneplácito de algún dios que se apenaba por la suerte que corría. Bajó por los caminos de sombras, allí donde el aire es apenas un fino hilo y los nombres y lo que representan se deshacen (esta selva selvaggia e aspra e forte/ esta salvaje selva, áspera y fuerte).
Todo para buscar a su amada Eurídice. La había perdido y la quería recuperar.
Persuadió al dios del Infierno. Persuadió incluso a su esposa, Perséfone, que había hecho de su estancia en el inframundo parte de su esencia. Perséfone volvía con cada primavera engalanada de flores y restos de dulce granada todavía en su boca. La música de Orfeo fue la llave en el pacto con los muertos: podría llevársela a condición —siempre hay un pero decía una amiga, y eso es parte fundamental del drama— de que no debía mirarla hasta volver a ver la luz.
Y, sin embargo, en el último tramo de sus ascenso, el deseo fue más fuerte que la promesa.
Orfeo giró la cabeza y Eurídice volvió a disolverse. La segunda pérdida fue total. Ya no hubo más regreso.
II. El deseo de confirmar lo que no soportamos esperar
Así entró Diego en la consulta. Un joven músico, metódico y exhausto. Llevaba meses tras una ruptura amorosa que no lograba metabolizar.
—Siento que lo arruiné —decía.
—¿Cómo? —pregunté.
—Necesitaba saber si ella seguía sintiendo algo. La llamé, la presioné, la busqué. Pero cuanto más lo hacía, más notaba que se alejaba.
La historia de Diego era como el eco cotidiano de Orfeo varios siglos más tarde: el deseo de verificar que el amor sigue allí, de anclar lo inasible, de tocar lo que sólo puede sostenerse si no se aprieta demasiado.
Freud, en Duelo y melancolía (1917), define el duelo como el trabajo psíquico de desinvestir al «objeto perdido». Esto habla de la transición paulatina a dirigir los afectos, la vitalidad y su creatividad antes vinculada con la persona amada hacia el mundo. Pero antes de ese trabajo, el deseo de retener toma formas desesperadas.
Orfeo quizá no perdió por mirar. Perdió por no poder soportar la espera. Por querer confirmar antes de llegar al umbral.
III. El deseo como resistencia a la pérdida
Melanie Klein enseñó que el duelo no es algo que sólo aparece ante la muerte o una gran pérdida: comienza desde los primeros días de vida.
Desde que el bebé experimenta que el pecho —o la madre— no siempre está cuando lo necesita, se instala una forma primaria de angustia: la de que el amor desaparezca.
El bebé tiene necesidades urgentes: hambre, frío, consuelo. Pero no tiene todavía palabras para pensar lo que le pasa. Cuando esas necesidades no se satisfacen de inmediato, aparece una sensación de vacío, de malestar sin forma.
En ese espacio intermedio —entre el deseo y la espera— nace también una especie de vigilancia emocional: comprobar si la madre sigue ahí, si sigue disponible, si responde.
Ese gesto tan temprano —esperar, buscar, comprobar— se convertirá en un guión afectivo que puede repetirse muchas veces a lo largo de la vida.
Y con él, aparece una pregunta silenciosa pero constante:
¿Cómo aceptar que aquel de quien dependemos puede fallar?
En Diego, la vigilancia emocional se había transformado en compulsión:
—Necesitaba comprobar si seguía allí para mí.
Este es el deseo orfeico: el ansia de control frente a la angustia de separación. La imposibilidad de habitar el no-saber, y con ello quizá la angustia del no ser sin el otro.
IV. La pulsión epistemofílica: saber como consuelo imposible
Freud habló de la pulsión de saber : el deseo infantil de comprender lo incomprensible, de dominar la incertidumbre.
Orfeo quiere saber que Eurídice aún le sigue. Diego quiere saber que aún hay amor. Ambos buscan abolir la ausencia por medio de la verificación. Pero el deseo de saber absoluto termina produciendo la segunda pérdida.
Adam Phillips lo señala en On Kissing, Tickling and Being Bored (1993):
“El deseo de saber todo es un modo de defendernos contra la experiencia del deseo mismo.”
El saber no salva. El saber absoluto puede «vaciar el objeto de deseo»: no todo lo que sentimos necesita ser explicado. Cuando tratamos de saberlo todo, corremos el riesgo de apagar lo que nos hacía desear en primer lugar.
Como dice Anne Carson, en Eros the Bittersweet (1986):
“El deseo es una forma de ausencia, no una forma de presencia.”
Desear es, también, no saber. Es estar a medio camino entre lo que se anhela y lo que no se tiene. Y cuando intentamos llenar ese vacío con certezas, el deseo pierde su fuerza. Como Eurídice, se desvanece al ser mirado demasiado pronto.
V. La cura como tolerancia al no saber
En las sesiones, el trabajo con Diego fue precisamente este: aprender a tolerar la ignorancia activa. No como resignación, sino como apertura.
Winnicott lo llamaba la capacidad para estar a solas : la madurez de quien puede sostener su deseo sin asfixiar al objeto amado. De poder desarrollar la vida en un espacio propio confiando en que el otro sigue ahí de alguna forma, que no se desvanece.
Diego comenzó a construir ese espacio: dejar de buscar respuestas inmediatas. Dejar de controlar el deseo del otro: a veces el cuidado o la preocupación que decimos que hacemos por los demás puede ser en cambio una forma de aliviar nuestras angustias. Aprender a permanecer en la espera sin destruir lo que quedaba.
Orfeo falló porque no pudo habitar la espera. La terapia enseña ese arte: no girar la cabeza demasiado pronto.
VI. Epílogo: el deseo frente al abismo
En el mito, Orfeo termina desgarrado por las Ménades. Otra vez, como en la entrada sobre Penteo que advertía a la ciudad en contra del deseo, al que sin embargo quería asomarse. Por decirlo de alguna manera poética, pareciera como que el deseo desbordado hallara su propio castigo. Estas historias nos ofrece algo más: el recordatorio de que el deseo, cuando se enfrenta a la pérdida, puede volverse voraz. Desear no es sólo querer. Es aprender a perder sin desatar nuestra voracidad, nuestra ira sobre lo que el otro no puede darnos.
Desde Melanie Klein, el amor maduro sólo es posible cuando el sujeto atraviesa el duelo por el objeto idealizado. Quizá reflejo y esperanza de otras pérdidas que deseamos reparar o controlar esta vez de adultos con nuestras parejas.
Lo que esta autora llama posición depresiva- que es un concepto- lo podemos traducir como una postura más realista con el mundo, e implica justamente esto: integrar que el otro no es perfecto ni totalmente bueno, y aun así poder amarlo sin necesidad de destruirlo ni huir.
El amor verdadero no surge del enamoramiento fusional, sino del proceso de tolerar la ambivalencia: el otro está y no está, podemos reconocer que el otro puede herirnos y aún así seguir siendo valioso.
Winnicott lo complementa desde su noción del uso del objeto: amar implica que el otro sobreviva a nuestras proyecciones destructivas. Que podamos comprobar que, al soltar la ilusión, el otro no desaparece, sino que se vuelve real.
Sólo cuando el amor sobrevive a esas pérdidas —pequeñas muertes de la imagen ideal— puede transformarse en un vínculo capaz de durar. Y, a veces, eso es lo que más trabajo cuesta.
Lecturas para los que caminan por el Hades:
- Dante Alighieri. La Divina Comedia: Infierno, Canto I.
- Ovidio. Metamorfosis.
- Sigmund Freud. Duelo y melancolía (1917).
- Melanie Klein. Notas sobre algunos mecanismos esquizoides (1946).
- Melanie Klein. Duelo y posición depresiva (en Envidia y gratitud, 1957).
- Donald Winnicott. La capacidad para estar a solas (1958).
- Donald Winnicott. El uso del objeto (1969).
- Adam Phillips. On Kissing, Tickling and Being Bored (1993).
- Anne Carson. Eros the Bittersweet (1986).

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