Cuando Marta quería ser invisible

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Escultura de Marisa Miguélez: figura de madera y piedra representando un rostro con elementos vegetales, cadenas, evocando quizá la fragilidad emocional y la búsqueda de sostén interior.
Escultura de Dafne — Obra de Marisa Miguélez. Imagen cedida por la autora.

El primer día que Marta cruzó la puerta, el aire temblaba un poco. No por el viento de la calle, sino por esa brisa callada que traen algunas personas cuando llegan a un lugar donde se va a hablar de lo que duele. Venía con un cuaderno, como si llevara ahí los nudos y los pliegues de su historia. Perfectamente atrapado en sus manos como si poseer equivaliera a controlar.

Se sentó despacio, casi pidiendo permiso a la silla.

—No sé si tengo un problema grave —dijo en voz baja—. A veces siento que todo está bien, pero otras… es como si me apagase por dentro.

-Cuándo pasa eso- le pregunté.

—Cuando alguien se enfada conmigo. O cuando pienso que he decepcionado a alguien. Entonces intento arreglarlo todo rápido. Pero después me quedo agotada, como si hubiera estado corriendo un maratón dentro de mí misma.

Marta tenía 32 años. Trabajaba en un entorno donde, según sus palabras, «hay que demostrar constantemente que vales». Hablaba con cariño de sus padres, pero, sin darse cuenta, dibujaba escenas de su infancia como pequeños cuadros de hielo: una madre siempre atenta al qué dirán, un padre silencioso que solo hablaba para corregir. El amor estaba, sí, pero siempre bajo condición: si eras buena, si no molestabas, si no causabas problemas.

A lo largo de las primeras semanas descubrimos que Marta llevaba años perfeccionando un arte sutil: el arte de ser invisible.

—Si no hago ruido, si no molesto, si me anticipo a lo que los demás quieren… entonces todo va bien. No me rechazan.

Pero ese «no molestar» le costaba caro. El precio era su propia voz.

—A veces ya no sé lo que quiero yo.


Los caminos del miedo

Lo que íbamos viendo con Marta es algo que muchas veces se aprende sin que uno se dé cuenta: cómo protegerse del dolor cuando las relaciones importantes no siempre son seguras.

Marta había desarrollado dos estrategias, que a veces se turnaban, como las mareas.

Con la marea alta, intentaba sostener a toda costa los vínculos importantes, cuidándolos como si fueran frágiles piezas de cristal. Se esmeraba en ser la persona que los demás necesitaban, adivinando los deseos ajenos antes incluso de que fueran pronunciados. Buscaba, con delicadeza y esmero, reconstruir una relación ideal donde no hubiera enfados, decepciones ni abandonos. Ponía tanto empeño en no molestar, en no fallar, que a veces se perdía a sí misma en ese esfuerzo. Y, sin embargo, soltar ese control le resultaba aterrador. Porque ceder, dejar que el otro simplemente la viese como era, con sus dudas y sus sombras, le parecía tan peligroso como asomarse a un vacío. Mejor seguir sujetándolo todo, aunque doliese.

Con la marea baja, cuando ese esfuerzo no parecía suficiente, cuando el miedo se volvía insoportable, aparecía otra forma de protegerse: cerraba la puerta desde dentro. En esos momentos, lo más seguro era no esperar nada, no desear, no vincularse. Como quien apaga las luces de una casa para que nadie llame. Era una retirada silenciosa, no hecha de rabia sino de agotamiento. Un modo de sellar la herida antes de que pudiera abrirse más. De esta manera, evitaba sentir el dolor de que alguien pudiera fallarle, pero también se iba quedando cada vez más sola dentro de sí misma.

Dos caminos distintos, pero nacidos de un mismo miedo vincular: el temor a no ser suficiente, a ser abandonada, a quedarse al fin sin nadie.


Aprender dentro de la relación

El trabajo en terapia no era un ejercicio intelectual, ni un simple análisis de lo que le ocurría. Era algo más sutil, que iba ocurriendo en el propio vínculo que íbamos construyendo.

A veces, sin que lo nombrara, me parecía sentir cómo trataba de que yo estuviese contento con sus avances. Traía cada sesión pequeños informes de sus progresos, como si hubiera un examen silencioso que debía aprobar. En otras ocasiones, cuando sentía que no había mucho que contar, aparecía un vacío incómodo, una retirada, como si le diera miedo defraudar incluso en la falta de material.

Y yo mismo sentía, en algunos momentos, la tentación de aliviarla rápidamente, de animarla, de ofrecerle certezas demasiado pronto, de no quedarme del todo en el peso de su duda. También a mí, sin palabras, me invitaba a entrar en ese baile de complacencias.

Pero poco a poco, sesión tras sesión, fuimos encontrando otra forma de estar. Un lugar donde ni ella tenía que demostrar algo ni yo tenía que rescatarla de su incertidumbre. Donde era posible simplemente habitar juntos el no saber, el malestar, la vulnerabilidad. Era un lugar de posibilidad apenas habitado.

En esas pequeñas escenas compartidas, Marta iba descubriendo, quizás por primera vez, que podía ser vista incluso cuando no tenía respuestas claras. Que no era necesario agradar siempre para ser sostenida. Que podía haber momentos de enfado, de tristeza o de miedo, y que eso no ponía en riesgo el vínculo.


El riesgo valiente de quedarse

En el fondo, este fue el gran aprendizaje: que uno puede existir entero, incluso en presencia del otro. Que no es necesario desaparecer ni disfrazarse para ser querido.

Hoy Marta sigue teniendo momentos de duda, como todos. Pero ya no necesita esconderse para sentirse aceptada. Ya no camina sobre ese hilo tan fino. Ha descubierto que puede quedarse.

Y eso —aunque parezca sencillo— es uno de los movimientos más profundos que puede hacer un ser humano.

Como escribió el poeta:

«Era el miedo, y yo apenas le cogí la mano.»


Nota: Las escenas de este relato han sido escritos literariamente para ilustrar aspectos que a menudo aparecen en terapia. No corresponden a ningún caso real.

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