El mordisco invisible

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Pintura surrealista de René Magritte que muestra a un hombre escuchando un gramófono junto a una mujer desnuda, mientras dos figuras armadas lo observan desde la puerta
El asesino amenazado (1927), René Magritte. Una escena de tensión silenciosa que refleja los conflictos internos y las pruebas emocionales en las relaciones humanas.

Esta entrada é un divertimento de fin de semana. Onde se fala dalguns aspectos comuns nas relacións pero dunha maneira ficcionada.

El otro día me desperté convencido de que había mordido a mi pareja mientras dormía. No físicamente, claro. Fue un mordisco metafísico. Psicológico. Una especie de sabotaje amoroso de los que uno ejecuta en piloto automático, como quien, tras regar una planta, decide pisarla por si creciera demasiado deprisa.

Esto me llevó a la consulta de mi psicoanalista. Él no lo sabía, claro. Oficialmente iba a hablar de mi ansiedad ante los ascensores o de mi incapacidad para responder a los mensajes de WhatsApp. Pero acabamos hablando de mordiscos. De los que damos sin darnos cuenta, sobre todo a quien más queremos.

—Eso es Winnicott —dijo el analista, como si habláramos de una marca de galletas.

Winnicott, al parecer, fue pediatra antes que psicoanalista, lo cual, según mi psicólogo, lo hace doblemente fiable. Con esto no sé si pretendía afirmar su idea o dar seguridad a mis tribulaciones. 

Él- prosiguió- decía que, para reconocer al otro como alguien real, distinto de uno mismo, primero hay que destruirlo simbólicamente. 

-Destruirlo simbólicamente?- inquirí perplejo, no sabía que las validaciones podrían hacer sentir a uno tan angustiado.

-Es decir -repuso mi psicoanalista, que ya parecía parte de mi sueño- ponerlo a prueba. Lanzarle miradas punzantes. Dejarlo en visto. Pedirle un favor absurdo para ver si dice que sí. Si sobrevive, entonces puedes amarlo. O al menos reconocer que existe. 

Pese al latente sadismo que rodeaba al comentario me pareció un planteamiento sensato. De hecho, lo practico desde pequeño. Primero con mis padres. Luego con mis profesores. Ahora con mi pareja. Nunca sabes si alguien es de fiar hasta que no intentas arruinarle la existencia un poco.

—Eso es Klein —añadió el analista—. Melanie Klein. Lo que tú llamas mordisco, ella lo llama envidia.

La envidia, según ella, no es querer lo que tiene el otro. Es querer destruirlo para que deje de tenerlo. Lo cual, explicado así, suena bastante feo. Pero en el fondo es lógico: si no puedo tener tu tranquilidad, al menos perturbaré tu sueño ( Aqueronta movebo, dicen en una formulación que parece pedante).

Me pregunté si todos llevamos dentro un saboteador de relaciones. Un pequeño terrorista emocional que, justo cuando todo va bien, pulsa el botón rojo y lanza el misil. Quizá porque tenemos miedo de que, si el otro se queda, tengamos que dejar de fingir. O de que, si nos ve tal como somos, nos abandone.

La sesión terminó con una revelación: a veces mordemos porque queremos comprobar que el otro no se va. Que sobrevive. Que sigue ahí, no por obligación, sino por elección.

Salí a la calle con una sensación extraña. Como si me hubieran extirpado una muela del juicio emocional. Un hueco nuevo para dejar entrar el cariño sin necesidad de pruebas de fuego. O al menos, con mordiscos más suaves.

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