
A veces, en consulta, ocurre algo extraño: un paciente no habla del todo como él mismo, y un terapeuta no escucha del todo como quien tiene el saber. Ambos se adentran —por así decirlo— en un sueño compartido, en un pacto. No en un pacto como en el de la lectura en el que uno suspende la realidad para adentrarse en el libro, sino como en un pacto inverso, donde se espera tener más realidad a partir de lo que aún no se sabe, de conocer aquello sabido no pensado, de la ensoñación compartida.
Aquel día entró en la sala alguien que decía llamarse Aquiles. No traía lanza ni casco, sino una sudadera gris, una gorra y el gesto de quien lleva años corriendo en círculos con «pies veloces».
—Estoy harto —soltó, sin más—. Siempre me dijeron que mi historia sería la de la gloria. Pero últimamente solo doy vueltas. Sin gloria.
Se sentó en el borde del sillón. Sus pies no tocaban bien el suelo. Eso me hizo pensar en algo que decía Winnicott: que el yo no nace de golpe, que necesita un lugar donde caer suavemente, sin romperse. Pero este hombre —este Aquiles— parecía nunca haber encontrado suelo. Solo campo de batalla.
“¿Y si este Aquiles fuera un sueño?” —medité para mis adentros.
No un delirio, sino un sueño transferencial: una figura que viene a contarme algo no solo sobre él, sino también sobre mí, sobre todos los que tenemos preguntas acerca de lo que puede significar y experimentar el saber quedarse.
El hombre que decapitó a un dios
—Hay una escena que no me deja en paz —me dijo.
—¿Cuál?
—Cuando entré al templo de Apolo, Apolo arquero, y corté la cabeza de la estatua.
No hablaba como quien cuenta una película. Hablaba como quien soñó que lo hizo. Y el sueño, como recordaba Ogden, no es solo lo que se tiene por la noche. Puede ser una función psíquica, una actividad creadora que puede ocurrir —si se dan las condiciones— también en terapia. Aunque este sueño, por decirlo de alguna manera permanecía no soñado del todo, no le permitía entender, no le permitía resolver.
—Creí que estaba desafiando al destino, a los dioses. Pero ahora pienso que estaba repitiendo el guión. Mi destino no era acabar así. Mi destino era no poder elegir otra cosa.
Me pregunté si al decapitar al dios no habría también matado una posibilidad de cuidado. Apolo, con todos sus rigores, es también protector. Pero Aquiles solo podía elegir entre ser instrumento o rebelde. No tenía acceso al espacio intermedio, ese territorio lúdico donde se puede imaginar una tercera vía. Pese a vivir él mismo, en un espacio intermedio: ni suficientemente humano, ni suficientemente divino.
Briseida y el espacio que no pudo habitar
—A veces sueño con Briseida —dijo de pronto—. Me habla en una lengua que no entiendo. Creo que me pide que me quede. Pero algo me despierta justo antes de hacerlo.
No era una confesión romántica. Era una escena que buscaba hacerse real entre nosotros. Briseida, en su boca, no era tanto, o únicamente, una mujer como una transicionalidad fallida: el intento de jugar, de crear otra cosa, de crear un vínculo sin que eso implique traición al mandato del guerrero sobre el que se construye su identidad.
Me pregunté qué habría pasado si hubiéramos podido soñar juntos ese quedarse. Pero el sueño se rompía cada vez en el mismo punto: cuando ella hablaba, él oía el eco de las parcas. No podía recibir sin temer disolverse. Podríamos decir que, estaba atrapado entre la necesidad de fusión con el otro y el terror a la aniquilación si eso pasaba.
Patroclo, el espejo roto
—Mi primo se puso mi armadura y murió ocupando mi lugar —dijo.
—¿Cómo fue eso para ti?
—Como si hubiese muerto yo, pero sin el control. Fue insoportable.
Pensé que Patroclo era algo más que primo o doble. Era la parte de Aquiles que podía habitar el afecto, la pérdida, la vulnerabilidad. Su muerte fue la pérdida de un yo más real que el que Aquiles mostraba al mundo. La respuesta fue la furia, un acto: una defensa narcisista ante un duelo no mentalizado, no simbolizado.
Como diría Ogden, no pudo soñar esa pérdida, y por eso se volvió acto.
El Aquiles que todos llevamos
El relato de Aquiles no terminó. Tampoco era lineal. Algunas semanas no venía. Otras se sentaba en silencio. A veces hablábamos de otras cosas: de pies descalzos veloces y sin embargo frágiles sobre la arena griega, de canciones tristes y épicas, de sueños todavía no soñados. Poco a poco, el héroe empezó a hacerse ¿más vago?, ¿más humano?. Como si hubiese una especie de humanidad habitable en renunciar a veces, en una confianza que no se gesta por la lucha.
Ya no hablaba tanto de Troya.
Un día, al final de la sesión, me miró y preguntó- y esta pregunta sonó como si viajara a través de los siglos, como un diálogo entre los dos héroes, Héctor y Aquiles, a punto de renunciar y cambiar el destino de Troya:
—¿Y si esta vez no fuera(mos) a la guerra?
No lo dijimos, pero ese fue un momento de ensoñación compartida. Algo que ni él ni yo podríamos haber producido solos, sin la ayuda de la cabeza del otro. Un espacio donde, por un segundo, no hubo exigencia de sentido, solo posibilidad, una vitalidad que nace del espacio compartido sin lucha.
No sé si volvió la semana siguiente, esto sucedió hace mucho tiempo.
Tampoco sé si eso importa.
Quizá lo importante no era ya «Aquiles».
Sino que esa pregunta quedara viva, como un temblor entre ambos:
¿Y si esta vez pudiéramos quedarnos un poco más?

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