¿Cómo estar cerca sin herirse?

Published by

on

Mujer en túnica azul claro, de pie en un paisaje desértico, acompañada por criaturas parecidas a aves o fénix, en una escena onírica y simbólica.
Leonor Fini, “La guardiana del fénix” (1954). Una figura femenina custodia criaturas míticas en silencio ¿Cómo se cuida sin arder un huevo cuyo sino es quemarse para renacer?

«tenemos impaciencias y sed de animal» Juan Gelman.


Hay días en los que amar duele. No en ese sentido grandilocuente de película de sobremesa, sino en esa forma más sutil —y más profunda— en la que duele lo que no se puede decir. La cercanía. El roce. El intento de estar bien con alguien y sentir que, sin querer, uno se hace daño o se lo hace al otro. Como el dilema de los puercoespines de Schopenhauer.

Lo cuenta Deborah Luepnitz en su libro “Los puercoespines de Schopenhauer”, un título precioso para una paradoja complicada: cuando hace frío, los puercoespines se acercan para darse calor, pero si se acercan demasiado se pinchan con sus propias púas. Entonces se alejan, pero si se alejan mucho se quedan helados. Y vuelven. Y se vuelven a pinchar. Y así, en ese vaivén doloroso, intentan encontrar una distancia que les permita recibir el calor sin hacerse daño.

¿Y si muchas de nuestras relaciones funcionaran así?


Hay personas que llevan una sensibilidad tan afilada que basta una mirada para notar cómo está el otro. Perciben si alguien sufre. Intuyen la tensión en una habitación. Recogen lo emocional como si fueran esponjas. Y a veces —solo a veces, pero las suficientes— se olvidan de distinguir entre lo que sienten ellas y lo que es del otro.

Ahí aparece el dilema del puercoespín. Porque cuanto más cerca están, más sienten. Pero no siempre lo que sienten les ayuda a vivir. A veces, se saturan, se desregulan, se sienten culpables o desbordadas. Y entonces dudan: ¿estoy demasiado cerca? ¿Pero si me alejo, en qué me convierto, qué le pasará al otro si lo hago?


Hay vínculos que abrigan, sí, pero que también aprietan. Esta cualidad ambigua es más común de lo que nos atrevemos a reconocer. Ogden hablaba de esos espacios donde una no puede pensar sus propios pensamientos porque está demasiado ocupada sintonizando con los del otro. Winnicott decía que algunas personas han tenido que desarrollar un “falso yo” —una especie de máscara funcional— para poder sostener el amor que tenían disponible. Un amor condicionado: “te quiero si estás bien, si no molestas, si me haces sentir que soy suficiente como madre, padre o pareja”.

Fairbairn iba un paso más allá: describía lo que llamaba el “objeto excitante”, una figura relacional al que uno se apega con pasión, pero también con sacrificio. Porque para recibir algo de ella —su calor, su atención, su afecto— hay que pagar el precio de traicionarse un poco. Callarse. Rendirse. Ser menos de lo que uno es.

Y entonces, ahí estás. Cerca. Pero no siendo tú.


En ese lugar aparece algo que Melanie Klein entendía como pocos: la envidia, no como capricho ni como celos pasajeros, sino como estructura emocional. Ver al otro más tranquilo, más feliz, más estable… y sentir que eso te señala. ¿Por qué yo no puedo? ¿Qué me falta? Y entonces el cuchillo gira hacia dentro: la autocrítica. La exigencia. Ese intento de reparar algo en ti misma que termina por volverse castigo.

No es solo que no estés bien. Es que quizá no te permites no estarlo.


Luepnitz no da soluciones mágicas. No propone recetas para querer sin pincharse. Pero sí ofrece algo más valioso: una forma de mirar estos dilemas con ternura y valor. De aceptar que las relaciones humanas son campos de tensión, no porque estén mal, sino porque así son. Y que quizá el trabajo no consista en eliminar las púas, sino en aprender a reconocerlas, a tenerlas en cuenta. A saber cuándo nos estamos acercando demasiado, o cuándo nos alejamos por miedo.

Tal vez el espacio terapéutico, cuando de verdad funciona, sea algo así: un lugar donde poder acercarse sin hacerse daño. De poder respirar, pensar, ensoñar nuestra vida y nuestras relaciones. O al menos, un sitio donde alguien se queda contigo incluso si te estás pinchando un poco. Un refugio donde empezar a separar lo tuyo de lo del otro, lo que necesitas de lo que crees que se espera de ti, lo que sientes de lo que piensas que deberías sentir.

Un sitio donde, por fin, no haya que estar bien para ser querido.

Decía alguien que el verano está sobrevalorado. Por mi parte, yo siempre un poco ingenuo, un poco utópico, creo en el verano y en su «mar aún más cerca». En su promesa invencible en medio del invierno y de la soledad de alta mar. Pienso ahora que esa mitología propia quizá sea un tanto compensatoria de una falta. Y ahora, a veces, también me creo un poco eso de un invierno compartido. Tal vez con menos púas.

Referencias:

Luepnitz, D. A. (2002)Schopenhauer’s porcupines: Intimacy and its dilemmas. Basic Books.

Camus, A. (1990). El mar, aún más cerca. En «El verano» (pp. XX–XX). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1954)

Deja un comentario