Cuando el monstruo respira. Lo apotropaico en consulta

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Pintura de Caravaggio: una cabeza decapitada de Medusa, con expresión de horror y los ojos abiertos. De su cuero cabelludo emergen serpientes vivas. La sangre brota aún del cuello. El rostro no parece agresivo, sino sorprendido, humano, capturado en el instante exacto del miedo.
La Medusa de Caravaggio no amenaza: está en pleno asombro, herida, humana. No petrifica por maldad, sino porque quien no soporta su mirada, la destruye. Así ocurre en la clínica: a veces lo monstruoso no es el otro, sino el miedo a ser visto de verdad. Y si se sostiene la mirada, aunque tiemble, el monstruo puede empezar a respirar. Medusa – Michelangelo Merisi da Caravaggio (c. 1597)

Hay momentos en la vida en que uno no sabe si está en una historia de mitos o en un cuento. No lo sabe el que la vive, ni el que la escucha, ni siquiera el que la cuenta. Solo el tiempo, a veces, al final de todo, desvela si aquello que parecía una tragedia era, en realidad, el inicio de algo nuevo. O no.

En los márgenes de lo visible, en el rincón más silencioso de las consultas, se da una escena muy antigua y muy moderna a la vez, es la escenificación de un rito: alguien llega a un espacio, con la piel hecha de cicatrices que no se ven, con la voz cargada de ecos ajenos y en disputa, y se sienta frente a otro que, sin saberlo del todo aún -pese a su trabajo consistir en eso- ha aceptado ser el espejo, el muro, el recipiente, a veces incluso el enemigo. Estamos en el espacio liminal donde se «representará un drama para el cuál existen muchos guiones ya escritos, pero que para ser productivo ha de crearse un drama para el cual ninguno de los participantes sabe en qué consistirá» (Ogden, 1992)

Ese otro, el que escucha, el que espera, el que acompaña, no siempre es lo que parece ni lo que se espera. Ni héroe, ni guía espiritual, ni objeto transicional, ni madre suficientemente buena. A veces —y esta es la parte menos contada— también es, a los ojos del que sufre, un monstruo. Y no un monstruo cualquiera: uno que, paradójicamente, podría salvarle.

Este texto trata de eso: de la monstruosidad compartida que a veces se instala entre dos personas que, sin saberlo muy bien, están intentando hacer juntos un cuento en medio de una tragedia. De cómo esa experiencia de desconfianza radical —tan típica en las personas heridas— puede transformarse si se atraviesa con algo de calidez y apoyo, algo de espera, y sobre todo, sin mirar ni saber antes de tiempo, esto es, manteniendo el asombro, la voluntad de jugar y de tomar algunos riesgos como el de bajar a las profundidades

¿Qué significado puede tener y ha tenido tiene en el desarrollo humano esta consecución de ver lo monstruoso como vivificante, como aliado, de tal manera que lo terrible pueda tener un efecto apotropaico? Ya lo decía Rilke , lo bello es el comienzo de lo terrible, y en esta entrada sostengo que puede que lo terrible sea el comienzo de lo bello.


La sombra que espera ser vista

Los mitos nos enseñaron a tener cuidado con el exceso, la desmesura, la hybris. Ícaro, por ejemplo, voló demasiado alto y se quemó las alas. Orfeo miró hacia atrás cuando no debía y perdió a su amada. Deméter descendió a la oscuridad en busca de su hija y, al no hallarla, congeló la tierra. En los mitos, casi siempre, los que aman demasiado, los que ansían demasiado, terminan pagando con pérdida.

Los cuentos, en cambio, ofrecen otra música. Son relatos más humildes. Tampoco hay comistión o mezcla con lo divino. Saben que hay ogros, madrastras, cuevas y hechizos, pero también saben —y esto es esencial— que hay salidas. A veces el dragón se duerme, a veces la bruja tropieza, a veces la bestia se deja amar. El cuento no niega el miedo, pero lo atraviesa.

Y es ahí donde la experiencia clínica se encuentra entre ambos géneros: se parece a un mito cuando se repiten los conflictos, cuando parece que no hay salida. Pero este es fundamental porque el mito y la explicación compartida o narrada es lo que organiza el ritual, o en términos más seculares, el tratamiento. De tal manera que aspira a ser un cuento. Uno en el que, tras pasar por la noche del bosque, alguien vuelva a casa con algo nuevo en las manos, quizá un juguete, quizá un talismán, pero desde luego un objeto personal, idiomático: contiene verdades, deseos, secretos y lenguajes de su poseedor. Por eso, esto con lo que se vuelve a casa no siempre es felicidad. A veces es solo la certeza de haber sentido o recuperado algo verdadero.


La bestia y la mirada

Hay una historia que conocemos todos, de una joven que se interna en un castillo y descubre que la criatura que la habita no es del todo un monstruo. La Bella y la Bestia es, quizás, uno de los cuentos más clínicos que existen. Porque allí están todas las piezas: el miedo al otro, la necesidad disfrazada de poder, la furia contenida, la espera desesperada.

La Bestia no quiere que le miren. No porque sea mala, sino porque teme ser vista. Sabe que si se le mira de verdad —sin temor, sin deseo de salvar—, puede que se descubra algo más hondo que el rugido: su soledad. Su deseo de amar. Su incapacidad de decirlo.

Y Bella también carga con su propio disfraz: la hija buena, la sacrificada, la que dice que no tiene miedo aunque tiemble. Ambos entran al castillo del otro con máscaras. Pero, poco a poco, algo cambia: no se destruyen. Se sostienen. Y eso, aunque no lo parezca, es una revolución.

En una consulta, muchas veces, ocurre algo parecido. El que llega (el paciente, dicen) pone a prueba al que está (el terapeuta, dicen). Le empuja, le idealiza, le hiere, le pide todo y después lo rechaza. No es porque quiera lastimar. Es porque quiere saber si el otro va a quedarse. Si va a sobrevivir a su desconfianza. Si es capaz de ver la monstruosidad sin huir.


El analista que se desconecta

Lo que pocas veces se cuenta es lo que le pasa al otro lado. A ese que, con bata o sin ella, está intentando acompañar sin invadir, sin rendirse, sin perderse, sin desvitalizarse. A veces lo consigue. Y a veces no.

Hay días en que el terapeuta se siente en llamas, ardiendo de emociones que no son suyas. Y otros en los que no siente nada. Nada. Se sienta, escucha, asiente… pero dentro está vacío. Como si hubiera dejado de estar.

Eso también es un derrumbe. Solo que sin gritos ni golpes. Es un apagón silencioso: se perdió la vitalidad.

Porque lo verdaderamente difícil no es interpretar, ni entender, ni sostener. Lo difícil es estar ahí con vida, sin desaparecer del todo. Lo difícil es seguir respirando cuando el otro te mira como si fueras la Bestia. Y no defenderte, ni justificarse. Solo estar. Seguir siendo humano.


Un nuevo cuento

Quizá lo que hacemos en terapia, cuando sale bien, no es curar ni enseñar (la llamada psicoeducación). Quizá lo que hacemos es reescribir el final de los mitos. Darle a Ícaro un viento más amable. A Orfeo, la paciencia para esperar. A Deméter, la certeza de que su hija volverá cada primavera.

Y quizá, solo quizá, la historia se parece a un cuento cuando ambos protagonistas aceptan su parte de monstruo. Cuando se animan a mirar con miedo y ternura al que tienen enfrente. Y descubren que el otro también tiembla.

En ese cruce de miradas —que no siempre es literal, a veces es silencio, gesto, respiración—, se juega lo más delicado: la posibilidad de volver a sentir. De que algo se mueva. De que el monstruo respire, y no devore.


Ogden, T. H. (1992). Comments on transference and countertransference in the initial analytic meeting

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